Solo recuerdo dos ocasiones en las que mi padre perdió los nervios y me dio sendas bofetadas en mi infancia. La primera, cuando crucé con mi hermano la autopista de La Coruña, la A6, en el verano de 1973, durante una estancia en el municipio madrileño de Las Rozas. La segunda, cuando le rompí su máquina de fotos Voigtländer que se había comprado en París en su etapa de emigrante, a principios de los años 60, y que era una joya preciada con la que plasmó los recuerdos de sus primeros años de matrimonio.

Los sopapos no fueron la respuesta a su enfado por la gravedad de los hechos, que lo eran, al menos el de atravesar esa autopista en la que nos jugamos la vida dos críos de 9 y 6 años. Sirva de descargo que este púber que lo puede contar hoy simplemente reproducía lo que hacían a diario los vecinos que cruzaban entonces la carretera cuando se dirigían al apeadero del tren que iba y venía de Madrid. Claro está que la densidad del tráfico en esos años de los estertores del régimen de Franco no tiene nada que ver con el volumen de vehículos que hoy salen y entran de la capital por esa zona. Pues como señalaba, ni ese trance ni el estropicio causado a la cámara fotográfica fueron el detonante que provocaron los guantazos que recibí. Lo que sacó de sus casillas a mi padre era que ante el descubrimiento de los hechos yo los negué. Es decir, que mentí cuando salieron a la luz. Abjuré como el santo que me da nombre que yo tuviera algo que ver con eso.

Mentir es uno de los gestos que convierte a quien lo practica en una persona sin valor, sin principios, sin consideración alguna

Me costó entender y aprender la lección, pero ya en frío saqué una conclusión evidente de la reacción de mi progenitor: que había que decir siempre la verdad. Mi padre, como la mayoría de su generación, había aprendido el valor de la palabrada dada. Que más que una firma sobre un papel, un hombre se vestía por los pies (como una mujer, pero entonces se hacía hincapié en la figura masculina) cuando era capaz de mantener la verdad y la palabra manifestada en vivo y en directo y sellada con un apretón de manos. 

Por eso mentir es uno de los gestos que convierte a quien lo practica en una persona sin valor, sin principios, sin consideración alguna. La verdad, por el contrario, y asumir las consecuencias al mantener esa actitud, es el bien más supremo que un ser humano puede esgrimir a la hora de considerarse como tal y transmitir a quien tiene a su alrededor, especialmente a sus hijos e hijas. La mentira a diario, a uno mismo o a los otros, tanto en la vida personal como en la profesional, en la política, en la educación, en el mundo laboral o en la oscuridad del interior más profundo, convierte a quien la ejerce de manera habitual en un ser sin principios, alienado y, lógicamente, ausente de credibilidad alguna.

Quienes llevan mintiendo desde la última campaña electoral, como los que afirmaban que había pactos entre PSOE y Ciudadanos para gobernar en la Región de Murcia, o las que iban a regenerar la vida política y que aseguraban que no permitirían que gobernasen los que llevan haciéndolo más de veinte años, son personas que se califican a sí mismas: son unas mentirosas. Y las mentiras tienen las patas muy cortas. Su credibilidad es nula. Y cuando la verdad no se defiende hasta el final, su valor como personas está en entredicho. La política es algo más noble como para dejarla en manos de gente así. En manos de embusteros y farsantes.