En el día de hoy no sé a ciencia cierta si las tropas nacionales han alcanzado los últimos objetivos militares. De lo que sí estoy seguro es de que han conseguido adentrarse por los recovecos que la democracia permite a todo el mundo. Están en las instituciones, presiden comisiones parlamentarias, se les escucha, se les permite que hayan marcado la agenda y se han convertido en fundamentales para aprobar presupuestos tras constituir gobiernos que venían arrastrando la enfermedad de la corrupción. Eso sí, con la complicidad necesaria, de una parte, de quienes hasta la fecha se mostraban como adalides de la regeneración y de la nueva política. De otra, la que jamás había ocultado que albergaba en su seno a esa milicia siempre dispuesta a volver a sus orígenes. Eso de los cordones sanitarios es muy europeo, pero aquí, en las esencias patrias, no se lleva.
No pierden ocasión para hacer ostentación de su idiosincrasia sin necesidad de reinventarse a cada instante. El penúltimo capítulo ha sido el de la exhumación de Franco del Valle de los Caídos. Les ha dado igual que haya sido el resultado de una votación del Parlamento o que ahora el Tribunal Supremo haya dictado por unanimidad una sentencia que respalda los planes del Gobierno. Se trata de volver a lo de siempre: que no es momento, que no hay que abrir heridas, que no hay que remover el pasado. Argumentos que, precisamente, olvidan la necesaria restitución de la memoria para cerrar el dolor acumulado a lo largo de las décadas.
Parecen muy lejanos aquellos momentos en los que se discutía qué hacer con el Valle de los Caídos y, sobre todo, qué hacer con los restos de Franco, que coincidieron con la decisión de otorgar el Ducado de Franco a Carmen Martínez-Bordiú, en un gesto genial del ministro de Justicia reprobado Rafael Catalá el día anterior de la moción de censura a su maestro Mariano Rajoy. ¿Recuerdan?
Ha pasado casi una década desde que una comisión de expertos auspiciada por Ramón Jáuregui, entonces ministro de la Presidencia proponía una resignificación democrática del lugar con ánimo reconciliatorio. Se compartía que el Valle debía de ser un lugar memorial de todas las víctimas de la Guerra Civil. Porque no olvidemos que allí yacen los restos registrados de 33.847 personas, de los cuales unas 21.400 son de víctimas identificadas y unos 12.400 de no identificadas. Miles de ellas habían sido enterradas en fosas comunes cerca de las paredes de los cementerios, en descampados y cunetas. A partir de 1959, desde múltiples pueblos y ciudades de España, fueron trasladadas y depositadas en los columbarios del Valle. Allí reposaban también los restos de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, que fueron portados desde el Monasterio del Escorial la víspera de la inauguración del Valle, el 31 de marzo de aquel año.
A mi juicio, siguen vivas las recomendaciones de los expertos: construir un memorial civil en la explanada del Valle; dignificar la situación de los restos, los columbarios y las criptas; edificar un centro de interpretación del lugar; mantener el uso religioso del templo, sin resabio alguno del espíritu del nacionalcatolicismo franquista. Y tras la exhumación de los restos de Franco del templo y la reubicación de los de José Antonio Primo de Rivera en un lugar no destacado, hacer del Valle un memorial de la reconciliación. Un gran reto que ayudaría a cerrar, de verdad, las heridas de la Guerra Civil y la represión. Pero nuestra derecha, la azul, naranja y verde, parece que poco tiene que ver con ello y prefiere el lema de ‘con Franco en la memoria nos va mejor’. O eso creen.