De la despedida de Alberto Carlos Rivera Díaz del pasado lunes me quedo con la última parte de su intervención. Anunció su dimisión como presidente de Ciudadanos, que no ocupaba su escaño y su abandono de la vida política. Sin autocrítica, porque eso parece que no va con los macho-alfa aspirantes a presidente, pero con un argumento que me sonó falso: su confianza en la nueva etapa de que ahora será mejor hijo, mejor padre, mejor pareja y mejor amigo. Todo porque había llegado el momento de dedicarse a su familia. ¿Qué había hecho hasta entonces? ¿De dónde alimentaba su visión del mundo real?

No puedo negar que volví a rememorar la despedida de hace unos años de un consejero del Gobierno regional recién cesado que parecía encontrar solo consuelo asegurando a los cuatro vientos que tendría más tiempo para sus hijos, a los que había tenido abandonados. O aquellas declaraciones del flamante candidato in pectore que confiaba en ser elegido para repetir en la lista, y al descubrir que su partido lo había mandado a paseo sacó de nuevo el consabido argumento de que a partir de ahora iba a dedicarse a su familia. Cuando apenas unas semanas después volvió a ser designado para ocupar un puesto en el Senado, me acordé de aquellas palabras de Miguel Sánchez. El orgullo y la responsabilidad del cargo que le prometió Inés Arrimadas sepultaban esas declaraciones no tan lejanas.

Benditos argumentos de querer ser mejor padre, mejor esposo, compañero o amigo cuando has sido derrotado en las urnas, cesado de tu cargo o no estar en la línea de una elección digital por parte del líder de turno. O cuando llega la jubilación, voluntaria o forzosa. O cuando aseguras que estás viviendo un momento culmen en tu carrera profesional en el que necesitas darlo todo. O que tu trabajo te obliga a emplear todas tus energías en ese esfuerzo que en el futuro te será recompensado. Hay explicaciones para todos los gustos, que son especialmente sibilinas si llegan de personas ubicadas en la izquierda social, cultural o política, porque en el mundo de las biempensantes parece claro que todo lo relacionado con los cuidados, de la casa, de los hijos, de los padres, de la pareja… corresponde a la parte contratante de la otra parte. Esto es, a las mujeres.

La igualdad tiene que ver con un sentido de lo que es justo, de lo que corresponde al ser humano por sí mismo, no a su género

De ahí que sea especialmente una asignatura pendiente para la mayoría de los hombres (entre los que me incluyo), arremangarse y no huir más de lo evidente. Que ha llegado el momento de abandonar las excusas y abordar el asunto más crucial que afecta a todos por igual: interiorizar la realidad de que la vida no está formada de compartimentos estancos, unos dedicados a los hombres y otro a las mujeres. O uno para lo social y otro para lo doméstico o lo familiar. Que la igualdad tiene que ver con un sentido de lo que es justo, de lo que corresponde al ser humano por sí mismo, no debido a su género. Porque el sexo viene determinado por la naturaleza, pero el género es una construcción social, se aprende, puede ser educado. Y, de hecho, culturalmente asumimos malamente (tra-tra) que hay tareas para chicos y tareas para chicas, que quien generalmente se sacrifica para que una parte de la pareja heterosexual encuentre sentido a su vida sea ella, y que él, cual guerrero en busca de carne para el sustento, tenga que salir de la cueva del adosado a desarrollarse profesionalmente. O que sea él quien se dedique a la vida social, política, asociativa o deportiva, mientras ella parezca elegida para la gloria de asumir los cuidados de la casa y de quienes la habitan. Vamos, porque es más femenina, más sensible, más adecuada para ello. Y no llegamos a descubrir que no se trata de una vida o de otra, sino de que ambas dimensiones tienen cabida.

Así, generación tras generación, terminamos por reproducir lo que hemos visto, oído y leído. Lo interiorizamos de tal manera que somos capaces de encontrar siempre un argumento para refutar cualquier imagen reflejada en el espejo de nuestras contradicciones. Hasta que activemos el chip que todos llevamos dentro, y que no es otro que el de la naturalidad, la equidad, la justicia y la realidad, en la que nadie es más que nadie y que estamos llamados a funcionar con armonía. Sí, en la que cabe jugar un papel u otro, mezclarlos, intercambiarlos, fundirlos… pero libremente, sin imposiciones. Vamos, hombres del mundo, unámonos y arrimemos el hombro.