Imaginen la escena: Alberto Carlos Rivera, disfrazado de fantasma; Cayetana Álvarez de Toledo, con negro satén vestida de bruja, acompañada de Pablo Casado con un tornillo lateral en la cabeza, cual Frankenstein; Pablo Manuel Iglesias, de zombi; Santiago Abascal, de jinete sin cabeza; Íñigo Errejón, de bebé ataviado con traje de murciélago, con alitas y todo, y Pedro Sánchez, con disfraz de esqueleto superviviente de mil batallas. Todos ellos, de recorrido casa por casa, con la cantinela del “¿truco o voto?”. La respuesta no se hace esperar: “¡truco, truco…!”. Porque del voto, mejor no hablar. Un voto que ha vuelto como un búmeran, recordemos, por la incapacidad de llegar a acuerdos. De dialogar. De mirar un poco más allá de la estrategia de supervivencia y el tacticismo. Amén de construir eso que los politólogos de cabecera llaman ‘el relato’ con el que justificar lo injustificable.
Lo grave del truco o trato tiene que ver con la lección que nos han dado quienes, en teoría, están embarcados en acoger y albergar la representatividad de la ciudadanía. Porque no olvidemos que estamos aquí porque ellos no han sido capaces de sentarse en serio, mirarse cara a cara, a los ojos, no a los plasmas o a los timelines (cronologías) de las redes sociales, y abordar con sentido común que las estrategias son papel mojado cuando las necesidades son tantas, especialmente de quienes peor parte se han llevado de esta etapa de los sacrificios impuestos, en forma de precariedad y desigualdad.
No me negarán que en este mundo del espectáculo las ramas de los eslóganes emocionales y las frases de laboratorio no nos dejan ver el bosque de la realidad política. Lo alejado que están los temas de las maquinarias electorales de aquellos que afectan a la vida de las trabajadoras y los trabajadores, en especial los más vulnerables, que deberían ser el objetivo principal de una acción política a la altura de la dignidad humana. No descubrimos nada si se los recuerdo: la pobreza y exclusión, el empleo insuficiente y precario; la insostenible deuda pública y privada, la orientación económica hacia el crecimiento que no resuelve la desigualdad entre sectores de la población, ni entre comunidades autónomas, ni atiende las necesidades de las personas; la débil solidaridad y cooperación internacional al tiempo que aumenta el gasto militar; y el fracaso de las políticas contra el calentamiento global basadas en la mercantilización del entorno.
No todo vale. Bien es verdad que los gurús que mueven los hilos de las campañas electorales tratan de banalizar la política. Y que en ocasiones los propios medios de comunicación, convertidos en actores principales de la vida pública, promueven una visión de las campañas electorales como una competencia descarnada por el poder, sin mayor vocación de servicio, sustituyendo el debate de ideas y propuestas por el espectáculo y el escándalo.
De ahí que sea deseable acabar con la práctica del insulto, la falacia y la crítica indiscriminada a la clase política para no contribuir al envilecimiento de la vida social y al deterioro de la conciencia cívica. Y ahí entramos todos, porque depende también del papel de cada persona y colectivo en las redes sociales y de los medios elegidos para informarnos.
Frente al truco o trato es el momento para renovar nuestra cultura política. No se resuelve en una semana, pero este período es una oportunidad extraordinaria para promover otra manera de entender la política, a través de un mayor grado de participación y compromiso personal que va más allá del voto. Incorporando la dimensión política a nuestras vidas podemos exigir que se atienda a las verdaderas necesidades del pueblo, buscando el bien común y priorizando a los más empobrecidos, y que los programas reflejen la acción de gobierno que efectivamente se quiere llevar a cabo. Movilizaciones ciudadanas como las de #SOSMarMenor o como la del soterramiento de las vías, las mareas, los pensionistas… son ejemplos de ello. La política sigue siendo importante. Y votar, también. Tomen nota y recibiremos un dulce por recompensa. ¡Voto, voto…!