¡Aleluya, aleluya! La COP25 (Conferencia de las Partes), conocida como la Cumbre del Clima de Chile (pero que se celebra en Madrid), ha puesto en la agenda del día los problemas medioambientales de nuestros barrios y ciudades, de nuestras regiones y países, de nuestros continentes, mares y océanos. Una agenda que nos afecta a todos, que niegan algunos y que delegan otros en instancias super superiores como si con ellos no fuera la cosa. Pero resulta que lo inevitable es eso, inevitable. Que nos jugamos todo lo que somos, lo que fuimos y lo que dejaremos a nuestros hijos y nietos, a quienes nos sucederán en este leve tránsito de existencia que es el de una vida humana, pese a que nos comportamos como si no hubiera otro ser supremo más que el hemos configurado en estas últimas horas de la humanidad.
Vamos a cargarnos este planeta, en el que por casualidad fuimos engendrados, paridos y arrojados en mitad de la intemperie de un hábitat más o menos aceptable. Somos tan chulos y prepotentes que nos permitimos criticar a Greta Thunberg, a sus padres y a quienes le echan una mano, desde nuestra soberbia actitud de bien pensantes y no aterrizar en lo concreto. Nos resulta más sencillo y cómodo adoptar una posición equidistante que asumir el fracaso de como adultos hemos cosechado frente a los miles de jóvenes que en todo el mundo nos lanzan ese mensaje de “apartaos, que habéis tenido vuestra oportunidad y la habéis desaprovechado”.
Vamos a cargarnos este planeta, en el que por casualidad fuimos engendrados, paridos y arrojados en mitad de la intemperie de un hábitat más o menos aceptable
Hasta tuvo que venir hace casi un lustro un papa de Roma, Francisco para más señas, a recordarnos que “la tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería”, que “porque todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser valorada con afecto y admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a otros”, que “el deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta”, que no somos Dios y que “la tierra nos precede y nos ha sido dada”, que “cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad”. En definitiva, que no hay dos crisis: una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental. Que “las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza”.
Un cuidado que el director general de la Energía, Fatith Birol, considera imprescindible. Para ello ha puesto el dedo en la llaga con las contradicciones que vivimos a diario en nuestras compras, en nuestro modelo de consumo y, sobre todo, cuando no somos capaces de entender que las decisiones globales exigen una visión global del problema ecológico. Y que la energía es responsable del 80 por ciento de la emisión de gases de efecto invernadero. O la paradoja que existe cuando 850 millones de personas en el mundo no tienen acceso a la electricidad.
Qué contrastes. Una adolescente sueca de 16 años y un anciano argentino de 82 son la viva voz, la viva imagen, mediática, por supuesto, con la que unir millones de voces en todo el planeta. De aquellas que se oyen y se ven y, sobre todo, de las que quedan ocultas por el humo, la sed o los tsunamis provocados por el calentamiento global. Gritos, miradas y luces que sirven para abrir paso al camino de la movilización mundial que empieza por los pequeños gestos de cada día y termina reclamando a quienes tienen en su mano decisiones gigantescas para que la cocina de un sistema económico injusto y depredador, destructor de lo que se nos ha dado, deje de cocinar a un planeta indefenso.