Esta escena tiene lugar en una gran sala que era entonces la del Cine Ideal, próximo a la céntrica Plaza de Jacinto Benavente en el Madrid de los Austrias, antes de que estos locales se reconvirtieran en multicines, en bingos o en franquicias de grandes firmas comerciales. Domingo por la tarde. Programa triple: Perros callejeros y Perros callejeros II, de José Antonio de la Loma, y Deprisa, deprisa, de Carlos Saura. Ni una butaca libre. Jóvenes de Usera, Carabanchel y Vallecas escapamos al centro de la capital. Suenan los acordes de las guitarras y Los Chunguitos comienzan con aquello de “Hiciste la maleta” y todo el cine tiembla con el redoble de los golpes en el suelo que los espectadores se encargan de interpretar, mientras sigue la canción, “ay, sin decirme adiós; ay, qué dolor; ay, qué dolor; ay, qué dolor; ay, qué dolor”.
Generación del baby boom
La generación del baby boom, la de aquellos que habíamos nacido a mediados de los 60, estábamos a punto de entrar en el mercado laboral mientras despedíamos nuestros años de estudios universitarios. Y muchos lo hicimos, incluso terminando las carreras mientras simultaneábamos los primeros empleos en condiciones que, a ojos vistas de hoy, suenan a lujo asiático. Basta indicar que entonces las prácticas de verano, las de formación, se pagaban. Sí, sí, muchachitos y muchachitas de ahora, se pagaban, y te daban de alta en la Seguridad Social. Y, además, se retribuían tan bien que podías permitirte pasar un verano en condiciones, costearte la ansiada chupa de cuero con el primer sueldo y presumir de que ya recibías pagas que no venían de las carteras de tus padres. Todo iba muy Deprisa, deprisa, como la premiada película de Carlos Saura en el Festival de Berlín. No tan rápida y arriesgada como la vida de esa generación de jóvenes delincuentes y pandilleros de los suburbios como el Vaquilla o el Torete, pero casi, porque las expectativas de ascenso social se presentaban a la vuelta de la esquina. Estaba claro que íbamos a vivir mejor que la generación de nuestros padres y, sobre todo, que el esfuerzo que habían hecho para que estudiásemos tenía sentido, ya que la mejora del nivel educativo aseguraba un futuro laboral en condiciones más dignas de las que ellos habían conocido.
ILUSTRACIÓN | Eva van Passel Gambín
Diez años después llegaron los primeros signos de que la vida no es de color de rosa. Máxime cuando el mercado se encarga de ponerte delante de la realidad. Estamos a mediados de los 90 y comienzan los enfriamientos en modo de reformas laborales para ir alimentando la precariedad sobre la que se sustentan las grandes fortunas. Pero el mercado laboral, mal que bien, aún es capaz de asegurar unas condiciones de trabajo que esquivan la desigualdad que llegará más adelante. Algunos de los nuestros empezaron a quedarse en el camino. Tenían que pensar en reinventarse, como nos dicen los gurús del capitalismo, para hacernos creer que todo depende de nuestra voluntad y nuestro deseo. Vamos, que si no somos ricos ni tenemos éxito es por nuestra culpa, culpita, culpa. Aún tendríamos que vivir el espejismo del boom inmobiliario y de la burbuja especulativa de los primeros años del nuevo milenio, un período en el que volvimos a considerarnos los amos del mundo y de nuestro destino. Un tiempo en el que creíamos que éramos ricos y capaces de embarcarnos en comprar casa y amueblarla, amén de estrenar coche, con los préstamos que nos regalaban las cajas y bancos, eso sí, en la fase previa a ser intervenidos. Esto es, a que los rescatásemos con el precio de nuestro sudor, nuestro presente y nuestra precariedad futura.
Precariedad para todos
Los nacidos en España en los años 80, los millenials, sufrieron primero la crisis del 2008: cuando el mercado laboral se cerró o dio por hecho que les hacía un favor contratándolos. ¿Esto les suena? Es cuando ya no se cobran ni las prácticas, pero sí se les da las gracias a los contratadores como si les hicieran el favor de su vida. Ahora, doce años después, cuando encarrilaban su vida profesional, eso sí, con salarios bajos y contratos precarios, la crisis de la Covid-19 también se lleva por delante las expectativas de esa generación y coloca a la de nuestros hijos, la que viene detrás, con un presente y un futuro poco prometedores. De ahí que ahora no exista la garantía de que ambas generaciones sean capaces de vivir como la nuestra, la de sus padres y madres.
Estemos tranquilos, que no sabemos lo que va a pasar. No seamos agoreros de algo que no está en nuestras manos, sino en la de quienes tienen que coger las riendas de su vida. Seguro que nos echarán cosas en cara, como nosotros se las lanzamos en su momento a nuestros progenitores. No quita, sin embargo, que nos lamentemos con ese “ay, qué dolor”, mientras nos quedamos parados. De eso no se trata. Es otra cosa.
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