Las carreteras secundarias nos llevan a nuestra infancia.

Al expresidente colombiano Juan Manuel Santos le subía la adrenalina mientras ejercía el poder. Así lo afirma ahora tras ocho años a tope, recordando cuando tenía que adoptar decisiones, unas mejores, otras peores. No quiere ser un jarrón chino, da clases de liderazgo y políticas públicas, no ha recuperado el ejercicio del periodismo y tiene el ánimo de armar el jaleo justo para no enturbiar el proceso de paz que promovió y alcanzó pese a los continuos ruidos de sables e intereses de todo tipo. Por definición, la adrenalina es una hormona y un neurotransmisor que incrementa la frecuencia cardíaca, contrae los vasos sanguíneos, dilata las vías aéreas y participa en la reacción de lucha o huida del sistema nervioso simpático. No me extraña, porque el poder, su sabor y todo lo que le rodea, provoca tal nivel de excitación en el individuo que lo prueba que éste repite y repite sin parar, al precio que sea, y pasando por encima de quien sea.

20200809 Carreteras secundarias

ILUSTRACIÓN | Eva van Passel Gambín

A un servidor, lo que de verdad le pone son las carreteras secundarias, esas que un día fueron algo y hoy están relegadas a ser las eternas segundonas frente a las vías rápidas, autovías y autopistas, rescatadas o no a mayor gloria de Esperanza Aguirre y de aquel Álvarez Cascos de infaustos recuerdos. Son esas calzadas pobladas con aquellos quitamiedos que eran alambradas de malla sujetas entre pivotes de cemento, las de gravilla suelta, de galipote sin secar y socavones a eludir. Las vías que te permiten saborear la conducción aprendida junto a nuestros padres en un R-4 o en un Citroën 2CV, esas en las que no podías quitar ojo del asfalto, pero a la vez estaban salpicadas de conversaciones trascendentes sobre el presente y el futuro de los hijos.

Difícilmente podrá entender el lector acerca de lo que le hablo si no recuerda esas carreteras que te llevaban bien temprano a la playa, con el maletero del utilitario lleno de cestas con fiambrera, nevera y sombrilla. Con las silletas bajo los pies y las toallas desplegadas en el asiento para que el escay no se pegase en la piel de los púberes ansiosos por pisar la arena y chapotear hasta la extenuación. Son las mismas que ya de noche cobraban nueva vida ante los destellos que avisaban de que alguien venía en el otro sentido, y a la entrada y salida de curvas existía el acuerdo tácito de anunciar la existencia. Era cuando el honor, el compañerismo y la urbanidad, en suma, brillaban en la conducción, en un pacto no escrito para no hacernos daño y soportar mancomunadamente los rigores de la falta de mantenimiento de estas infraestructuras. Todo eso queda hoy muy lejano.

Hace pocos años volví a saborear las carreteras secundarias mientras recorría esta región durante varios momentos de campañas políticas. Ir de un pueblo a otro, de un extremo de la comunidad a otro, de un acto a otro, permitiéndonos dejar de lado las vías rápidas era un lujo al alcance de muy pocos para recargar pilas en mitad de las tensiones que cualquier confrontación partidaria lleva consigo. Era el momento para el disfrute, para el paladeo de la atención plena sin pagar por ella, para percibir que una recta es algo más que la distancia entre dos puntos. Que en lo deteriorado se puede hallar la esencia de quienes han proyectado un camino en mitad de la nada. Lo secundario alcanza su valor, con adrenalina o sin ella, con un coste que es capaz de traspasar lo aparentemente preciado. Las carreteras secundarias son la metáfora de la realidad que podrá salvarnos. Lo hará, si decidimos cogerlas mientras escuchamos en la lejanía los cantos de sirenas sobre un asfalto de desolación.     

 

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