Muchas hijas siguen esperando que alguien les explique qué paso con sus madres antes de morir. Por qué alguien decidió lo que decidió acerca de su medicación, por qué no se les trasladó a un hospital o la causa por las que la información que les llegaba fuese a cuentagotas o confusa. En definitiva, qué circunstancias concurrieron antes de que la Covid-19 se las llevara por delante en soledad, en la frialdad de una habitación de una residencia de ancianos. Y también, por qué no, qué hicieron los responsables de esos centros para garantizar ese edén prometido en sus atractivas campañas publicitarias para conseguir clientes.
Encarna Vera-Hernandez es una de esas hijas y aún confía en saber por qué pasó lo que pasó en la Residencia Caser de Santo Ángel (Murcia) donde murió su madre. No quiere que su caso, como el de otros, quede en el olvido. Y sigue esperando una explicación. También muchos hijos aguardan estar al tanto de lo que sucedió con sus padres, pese al tiempo transcurrido. Tuvieron que conformarse con el sufrimiento de la distancia frente a la muerte. Es uno de los atributos de este malnacido virus que campa a sus anchas por este vulnerable mundo. Que juega y pega donde más duele. En el contagio a espuertas y en los viejos, frágiles y fofos cuerpos de nuestras personas mayores.
¡Qué difícil es gobernar un país! A veces, con grandes dosis de sorna, me gusta utilizar esta frase surgida hace unos años tras una interminable reunión de mi comunidad de vecinos. Qué complejo resulta adoptar cualquier decisión que afecte lo más mínimo al respetable. Opiniones, gustos, sentires, dimes y diretes hay para todos. Bien sea escoger el color de las paredes de la entrada al edificio, el modelo de buzones, el diseño de unos toldos o una legislación sobre atención a niños emigrantes. No digamos si de lo que se trata es de jugar con circunstancias de vidas humanas en los últimos momentos o aquejadas de dolencias. Por nadie pase.
En el caso que nos ocupa me consta que, en muchas situaciones, los protocolos establecidos para el traslado de un enfermo a un hospital o escoger un tipo u otro de medicación y/o tratamiento, son difícilmente entendidos por quienes no se ven afectados directamente. Y ello evaluando los pros y los contras, junto a las circunstancias presentes, a la luz de criterios de humanidad, justicia y cuidados. Máxime cuando la urgencia y las condiciones en las que se toman esas medidas no sean las más adecuadas en un contexto de serenidad. Si se le suma el hecho de no explicarlas de una manera adecuada a las partes contratantes de las primeras partes, esto es, si no se comunican correctamente, ya está el lío montado. Y si no se revisan y evalúan, para qué seguir hablando.
He conversado en las últimas semanas con profesionales médicos y sanitarios acerca de su trabajo en esos fatídicos días de marzo. Han compartido detalles íntimos sobre cómo han tenido que tomar decisiones muchas veces no comprendidas por las familias, pero que hicieron pensando única y exclusivamente en la calidad de vida de sus pacientes. De cómo poder acompañarlos con el menor sufrimiento posible en sus últimas horas, evitándoles una amargura innecesaria, pese a que pudiera parecer que con su traslado al hospital todo quedaba resuelto. Que habrán cometido errores, seguro. ¿Quién no ha vivido alguna vez una situación como las que les hablo?
Evaluar para aprender (1) – Ilustración de Eva van Passel
Permítanme que comparta una, la muerte de mi hermano Pablo hace ya casi veintisiete años. Una gran doctora, Concepción Moro, jefa de la Unidad de Arritmias del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, fue muy clara. “Nos equivocamos”, reconoció al explicar que frente a la miocardiopatía dilatada hipertrófica que sufría habían optado por un tratamiento farmacológico frente a una intervención quirúrgica para colocarle un monitor desfibrilador. Su juventud así lo aconsejaba, pero la arritmia llegó, y con ella, la muerte. Le agradecí profunda y sinceramente su honestidad y todos los desvelos del equipo que lideraba en unos meses que fueron muy duros. Sería injusto creer que en su deseo no estaba, por encima de todo, salvarle la vida. ¿Eran invencibles? Por supuesto que no. ¿Hubiese sido correcto arremeter contra esos profesionales? Rotundamente, no.
Tomar decisiones en ámbitos tan delicados de la existencia humana como el de la enfermedad es lo que tiene. Que no somos omnipotentes y las consecuencias, muchas veces, son imposibles de controlar. De ahí que sea necesario establecer protocolos de actuación que puedan ser evaluados, en el que entren en juego determinadas variables a la hora de poder escoger un camino u otro. Y no desde las frías consideraciones clínicas, aritméticas o del último logaritmo como «operación» o «función» que te devuelve la potencia a la que debes elevar una base dada para obtener un resultado deseado. En ello confiamos.
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