Que levante la mano quién esperaba un acuerdo de la reunión de esta semana entre Pedro Sánchez y Pablo Casado. Ya la pueden bajar. Y ahora, que esboce una sonrisa complaciente quién sabía de antemano que, visto lo visto hasta la fecha, el desencuentro era la opción más viable. Ya pueden relajar el semblante, porque no estoy desvelando algo imprevisible. Parecemos condenados a más de lo mismo en esta maldita España de las dos Españas, cuando no son más, porque seguimos en manos de personas incapaces de mirar hacia delante, aparcar las diferencias, las estrategias, los cálculos electorales, las ideas preconcebidas de cuanto peor vaya la situación mejor nos irá a nosotros. No se sabe a quién, pero ahí estamos, de nuevo, metidos en la vorágine del enfrentamiento cainita del que somos expertos para no salir.
Construir el futuro
¿Qué hecho más grave tiene que ocurrir para que quepa una mínima posibilidad de aceptar que es la hora del entendimiento, del acuerdo, del consenso, de la apuesta por unir fuerzas y voluntades? De jugarnos la carta de un contrato social que sirva para despejar las incertidumbres, las desconfianzas y los temores que nos atenazan. ¿Cómo queremos que nuestros hijos pequeños sean capaces de resolver sus conflictos con el diálogo si sus mayores somos la muestra evidente de la sinrazón? ¿Qué modelo es el que ven a diario si no el de la cobardía, el insulto, la descalificación, el victimismo y el enfrentamiento de una lucha sin cuartel contra el adversario? ¿Así se puede construir el futuro?
Confieso que a veces siento miedo. Que lo veo todo oscuro y solo contemplo ruina y desolación. Como las que pueblan en esos restos de antiguas culturas esparcidas por colinas que habitaron nuestros antepasados. Sedimentos en los que cae la noche como una losa para enterrar los recuerdos, las historias de vida, los desencuentros. Esos desechos de pretéritas civilizaciones que vivieron en conflicto y, sin embargo, muchas veces fueron capaces de alcanzar acuerdos para vencer las adversidades. El miedo ayuda a crecer. En ocasiones, también paraliza. Algunos lo utilizan para esconder sus verdaderas intenciones de dominación, con el fin de continuar el mantenimiento de statu quo de la desigualdad. Y lo hacen aprovechándose de la ignorancia. De ahí que un pueblo culto sea un pueblo más libre.
Intenciones abyectas
Cállense, de verdad, cállense. Quienes descalifican al contrario por el mero hecho de no pensar como él. Quienes niegan la evidencia de un conflicto social, el del capital y el trabajo, aunque sea en las nuevas fórmulas de esta sociedad postindustrial. Quienes se manejan en el conflicto como pez en el agua. En lanzar la culpa al otro de todo lo malo y atribuirse como propios los escasos éxitos alcanzados. Quienes utilizan la religión a la carta, pero son incapaces de tener entrañas de misericordia. Echen un cerrojazo a sus abyectas intenciones y den un paso atrás, por favor. Manténganse a un lado mientras pasa esa ambulancia cargada de víctimas de un sistema injusto que castiga al débil y ejecuta la ley del más fuerte.
Estoy seguro de que somos muchos más los que contemplamos estupefactos el espectáculo que nuestros responsables políticos dan cada día que los que se muestran satisfechos y en consonancia con sus actuaciones. Entonces, ¿por qué no se callan? ¿Por qué no nos miran más a los ojos y, sinceramente, se giran un poco y entienden de una puñetera vez que los elegimos para resuelvan problemas, no para que generen nuevos? Que estamos hasta las narices de que sigan erre que erre en lo mismo, una y otra vez. Que deseamos que la noche oscura caiga sobre sus cabezas para que acaben con sus tonterías, nos dejen en paz y se pongan a trabajar. Pero de verdad, no haciendo como si estuvieran entretenidos mientras engordan su ego, el de sus cohortes de estómagos agradecidos y de quienes los ponen en esos puestos. No se rían más de la gente. No lo hagan por nosotros. Háganlo por sus hijos. ¿No ven que están haciendo el ridículo?
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