En este noviembre de la segunda ola que languidece me siento como esos caballos lentos de la novela de Mick Herron (Salamandra, 2018), espías del MI5 británico que la han pifiado en un momento de su vida y son relegados a La Ciénaga, un edificio en el que se dedican a trabajos tediosos, con el fin de que decidan marcharse sin indemnización alguna. Dan igual las faltas cometidas: el olvido de unos documentos en un tren, la confusión a la hora de detener a un sospechoso, caer en alguna de las múltiples adicciones a las que lleva una vida sin vida corriente o hablar con quien no se debe. Las razones son lo de menos. De lo que se trata es de aguantar el ostracismo al que es condenado quien comete la pifia.

Deslices y pifias

Traspiés o deslices están a la orden del día, de la noche, de la mañana o de la tarde. Nadie está libre de pecado para lanzar la primera piedra. De lo que se trata es de si estamos preparados ante lo que se nos viene encima. Si hemos cargado suficiente las pilas con el fin de enfrentarnos a nuestros miedos y desafíos. Permítanme que, visto lo visto, lo dude. Porque no se trata de armarse de una coraza impenetrable frente a la que es imposible adherir cualquier atisbo de deseo insatisfecho. Tampoco de envolverse en una esponja capaz de absorber todo lo divino y lo humano, hasta alcanzar un momento en el que resulte imposible (re)conocerse como alguien que es mortal y que puede cometer un desliz en algún instante de su vida. Amén de tener que estar ya marcado para el resto de la existencia.

caballos lentos

ILUSTRACIÓN | Eva Van Passel Gambín

El Jackson Lamb que dirige a los caballos lentos en la primera entrega de la serie de Herron es el mismo que continúa en la segunda, Leones muertos (Salamandra, 2020), en el que los personajes siguen en sus trece de querer volver al servicio activo, cueste lo que cueste. Es la metáfora en la que puede identificarse cualquiera que desee luchar por una segunda oportunidad. Incluso aquellas veces en las que el camino de la procrastinación parece convertirse en el único capaz de abrirse a nuestro paso. Las consecuencias que implican otras alternativas alcanzan un precio que, difícilmente, estamos dispuestos a pagar.

Temperamento apático

La flema británica, no exenta de un humor corrosivo como resquicio que resta para no morir en el intento, se presenta como alternativa ante la seriedad y la mala leche a la que parecen conducirnos actitudes que imperan por doquier en este final de año. Ese temperamento apático, esa calma excesiva, son instrumentos que exasperan al respetable, ansioso por obtener resultados palpables frente a cualquiera de las adversidades presentes en el día a día.

En estos tiempos de pandemia podemos preguntarnos si preferimos ser uno de esos caballos lentos que cualquiera de aquellos que están en la línea de salida dispuestos a dejarse las patas y el aliento por agradar a su jockey y alcanzar la meta al precio que sea. Imagino que usted, al igual que un servidor, ha cometido muchas pifias a lo largo de la vida, especialmente cuando ha dejado que el mundo de las expectativas sea el que guíe sus pasos. Menudo error. De ahí que, más temprano que tarde, urja la llegada del tiempo en el que salgamos de nuestra particular ciénaga, nos despojemos de monturas y riendas, y galopemos a pelo camino de un lugar común y despejado de todo lo superfluo.