Cuando escucho estos días la expresión de salvar la Navidad para argumentar la relajación de las medidas preventivas frente al virus siento la misma desazón que cuando el hombre o las mujeres del tiempo nos ofrecen la información meteorológica y afirman que mejorarán las temperaturas porque se marchan las lluvias. ¿Quién fija el criterio de que el buen tiempo tiene que ir siempre asociado al sol y el malo a nubosidad y a las tormentas? En tierras asediadas por la sequía o la escasez de agua la bondad tendría que estar asociada siempre a la descarga de lluvia, por lo que los adjetivos habría que invertirlos. Es necesaria una Navidad sin salvavidas.
Algo parecido sucede cuando los defensores de la ampliación de horarios para el cierre de bares y restaurantes, así como quienes apuestan por relajar las limitaciones de aforo en centros comerciales, lo hacen en aras de salvar no sé qué ni a quién con la excusa de la Navidad. Una Navidad que vinculan, eso sí, con el consumo desmedido, irresponsable y sin sentido. Un período del despilfarro, de gastar por gastar, de comer más de la cuenta, de perder la cabeza, de los buenos deseos faltos de la propia esencia de la ternura manifestada.
Golpecitos en la espalda
No quiero que nadie me salve la Navidad porque la Navidad no tiene quien la salve. Ni necesita ser salvada, al menos así. Convertido en un nuevo pulso entre los instintos más primarios, incapaces de sobrellevar con dignidad un tiempo adulterado y prostituido, perdemos la cabeza sin percatarnos de que no vamos a ningún sitio. De salvadores están los campos de batalla llenos y no quiero que, en mi nombre, venga alguien a darme unos golpecitos en la espalda, soplarme con un matasuegras a la cara y lanzarme el mal aliento mientras, entre gritos, trata de desearme una feliz no sé qué y un próspero año no sé cuántos que es cada vez más viejuno.
Si alguno de los que me rodean quiere salvar, de verdad, la Navidad, que se esté calladito. Que trate de vivir su vida haciéndosela mejor a quienes tiene al lado. Empezando por ellos mismos. No hay otra. El silencio nos enseña a escuchar de verdad lo que pulula en nuestro interior. Sin dudarlo. Y es esa sordina el mejor remedio para descubrir que los cementerios están llenos de gente que se creía imprescindible, que se sentía parte indispensable de este engranaje. Sin venir a cuento nos lo han querido restregar hasta llegar a la extenuación, mientras que se perdían lo esencial. Necesitamos una Navidad sin salvavidas.
En mi vida me he muerto
Llegados a ese punto no hay mejor terapia para el respetable que entrar en una fase de mirada más allá del ombligo. De traspasar ese cómodo colchón en el que, figuradamente, nos envolvemos para evitar las consecuencias de cualquier golpe. De adelantarnos a los acontecimientos sin que estos acaben por devorarnos o, peor aún, paralizarnos. Porque de lo que se trata es de tener siempre preparada la maleta para iniciar un viaje a ninguna parte, allá donde creemos poder estar seguros… sin estarlo, ni pretenderlo.
Además, ¿de qué narices hay que salvar la Navidad? ¿De consumir menos? Ojalá. ¿De reuniones familiares con quienes no queremos cenar? Pues genial. ¿De regalar por regalar, sin haber dedicado ni un minuto en pensar en algún objeto que sea capaz de revivir en la otra persona un atisbo de sorpresa? Vamos, hombre, en mi vida me he muerto. ¿De viajar por viajar? ¿De beber por beber? ¿De ligar por ligar? Sinceramente, qué pobreza nos espera si queremos repetir un año más las mismas lisonjas para conseguir algo que está al alcance de la mano en cualquier época del año. De ahí que urja una Navidad sin salvavidas.
Volverá la Navidad
Imagino que a nadie de ustedes se le habrá ocurrido pensar que estábamos hablando de la economía. Qué va. Les considero más inteligentes. Y si alguno se ha caído de un guindo, no pasa nada. Hasta en las mejores familias se buscan salvavidas para nadar y guardar la ropa. Otra vez será. La Navidad volverá en cualquier momento. Seguro.
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