En la última semana del año hemos alcanzado el triste récord de ser el décimo país del mundo que supera las 50.000 personas fallecidas a causa de la Covid-19. En concreto, el número de muertos en la pandemia según los últimos datos que ofreció el Ministerio de Sanidad en la festividad de San Silvestre llegaba a las 50.837 personas, de las que 744 eran de nuestra comunidad autónoma. Otras fuentes apuntan a que las cifras pueden superar las 70.000, como las que contabilizan el Instituto Nacional de Estadística (INE) o el Instituto de Salud Carlos III.
A estas alturas de la película imagino que estamos ya hasta las narices de tener que escuchar el parte de bajas, porque no hay informativo que se precie que comience con el recuento del día. Conceptos como el de la tasa de prevalencia, el de la positividad o el de la incidencia acumulada han formado parte de las conversaciones en los encuentros navideños, en sesiones en las que los cuñados han hecho alarde de sus conocimientos en estadística.
Un epidemiólogo en su vida
Menudos ingenieros de Caminos, Canales y Puertos se han sentado a la mesa estos días o han compartido su sabiduría y sapiencia en las videollamadas. Ponga un epidemiólogo en su vida y que me quiten lo bailao. Si además contamos con algún negacionista o convencido de que los microchips de 5G –tipo Miguel Bosé o José Luis Mendoza, el presidente de la UCAM- van asociados a las vacunas, el mini encuentro familiar habrá alcanzado su cenit con la dosis pandémica correspondiente.
Permítanme que lleve el tema hacia otros derroteros. Hace unos días, una amiga pediatra nos trasladaba una reflexión al hilo de la actualidad de las cifras de muertos a causa de la pandemia. Sabemos que este maldito virus ha campado a sus anchas en las residencias de ancianos y que la gran mayoría de fallecimientos ha afectado a nuestras personas mayores, por ser las más vulnerables a las patologías que van asociadas a los efectos de este bichito. Pero ¿podemos imaginar que hubiera pasado si la Covid-19 hubiese atacado a nuestros niños y niñas o a los jóvenes con la misma intensidad que lo ha hecho con nuestros viejos?
Impacto brutal
Cuando hablas con personas expertas en el mundo de la salud y de los cuidados no ocultan su preocupación acerca de que es posible que un virus pudiera cebarse con un tipo de población distinto al que lo ha hecho hasta ahora. ¿Se lo imaginan? Que en vez de tener noticias acerca de quienes han muerto en los asilos tuviéramos informaciones de que el hijo de fulanico o la hija de fulanita hubiesen acabado sus días en la UCI pediátrica de un hospital. O que los colegios e institutos, escuelas infantiles y universidades estuvieran cerradas a cal y canto por la extensión de los contagios. Que imágenes de ataúdes blancos se colasen en las redes sociales o en los grupos de WhatsApp. El impacto hubiese sido brutal.
Me pregunto si habríamos tenido sempiternos debates que no llevan a ninguna parte de si hay que salvar la salud o la economía. Las Isabeles Ayuso de turno, sus palmeros y palmeras, los lobbies de la hostelería (esos grupos de presión a los que no les duelen prendas mantener en la economía sumergida a buena parte de sus empleados), quienes se saltan los confinamientos e incumplen las normas de limitación de espacios o de distancia social, se hubiesen mantenido más callados.
Vamos a tomarnos en serio
Dudo que una parte de la clase política hubiese sido más responsable que hasta ahora porque, visto lo visto, la muerte de más de 50.000 personas no ha bastado para que, lamentablemente, sigamos en manos de unos personajes inmaduros, incapaces de ver más allá de sus narices cortoplacistas y siempre en clave de salvar su culo con perspectivas electorales. También quizá entre las generaciones intermedias un escenario como el que imagino hubiera servido para ponernos las pilas, tomárnoslo en serio y trasladar otros gestos diferentes a los que practicamos a diario.
Si el virus hubiera laminado la vida entre los más pequeños al menos dos generaciones quedarían marcadas para siempre. Especialmente entre los más vulnerables, quienes carecen de un colchón social y familiar que les permita llevar con dignidad una pandemia como la que estamos viviendo. Pienso en mis hijos y no puedo, por menos, que ponerme a temblar. Y si lo hago en los suyos, siento lo mismo. ¿Podremos aprender algo?
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