Uno se encuentra en un grupo de edad de quienes desconocen hasta la fecha el momento en el que seremos llamados a filas para ponernos a la cola de la vacunación contra la Covid-19. Guardaré mi turno y confío en que, cuando me inyecten la dosis correspondiente, me obsequien con un terrón de azúcar como lo hacían las monjas de la guardería en Ibi allende los tiempos en los que era habitual que se infectase la zona pinchada y nos quedase una marca para el resto de la vida. Ahora sabemos que raramente sucede algo así como entonces.
Las agujas siguen despertando viejos temores, pero la piel se ha endurecido al mismo tiempo que el carácter. De ahí que sienta una profunda tristeza por las actuaciones conocidas en las últimas semanas acerca de los saltos en la programación de las dosis. Acepto que el miedo es una emoción humana que lleva a cometer errores. Que la salud es un estado de bienestar o de equilibrio que puede ser visto de una manera subjetiva por encima de una realidad más fría. Y que la salud, contrapuesta a la enfermedad, puede desembocar en la pérdida del norte de nuestros comportamientos. Lo que me cuesta mucho es concebir como objetivas las explicaciones que han ofrecido quienes se han visto envueltos en esta polémica en diferentes lugares. Aunque, a decir verdad, una vez más los murcianos hemos vuelto a ser los más españoles de España. A eso nadie nos gana.Casos dolorosos
Imagino que coincidirán conmigo en que hemos sido testigos del sinsentido, por no calificarlo de auténtico disparate, ante las explicaciones que han ofrecido quienes se han saltado el protocolo, la cola, la lista, el turno, la vez, el orden… lo que ustedes quieran, para recibir la dosis. Mejor es que hubieran estado en silencio, en su casa, sin salir a la calle, compungidos (o no), y simplemente pidieran perdón. Pero no, resulta que no. Que, o bien se han armado de argumentos singulares, debido a excepcionalidades frente al común de los mortales, o se han incluido en el grupo de colectivos que sí tenían derecho a la vacunación. No seré yo quien las juzgue. Bastante tienen estas personas para darse cuenta de su proceder en mitad de una pandemia que se ha llevado por delante, sobre todo, a nuestros mayores, sin discriminar clase social, condición, profesión, sexo o religión.
ILUSTRACIÓN | Eva van Passel Gambín
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