El odio es un intento por rechazar o eliminar aquello que genera disgusto. Es un sentimiento de profunda antipatía, aversión, rencor, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo. Y odiar es tener odio. Casi nada.

Me resulta muy complicado descubrir qué experiencias deben de haber vivido determinada gente para ejercitar de una manera tan intensa este sentimiento a la hora de desenvolverse cada día. Sobre todo, cuando el odio se dirige a otras personas, generalmente débiles, pobres, vulnerables… a las que se hace responsable de la situación que atraviesa uno.
Razón vencida
Casi siempre resulta más sencillo culpar al de enfrente de lo que nos sucede que reconocer errores. Atribuir a una institución, imputar a una persona, a un colectivo, a una organización o a una determinada manera de entender la vida todo aquello que nos resulta complejo. La emoción vence a la razón, la cabeza al corazón y las tripas al cerebro. Adornado, eso sí, de una serie de elementos que permitan afrontar sin una mala conciencia todo aquello de lo que somos responsables. Cuando se odia en una familia es que hay asignaturas pendientes que no se han resuelto jamás. Cuando se odia al extranjero no se le rechaza, generalmente, por el color de la piel, sino por el fondo del bolsillo. Cuando se odia a una etnia se generaliza una predisposición de tal manera que, a las claras, queda en evidencia la ignorancia suprema que posee quienes odian. Cuando prolifera el racismo, en realidad lo que se ejerce es la aporofobia, el odio al pobre. El odio entre pueblos, entre generaciones, entre países, entre antiguos amigos, entre quienes fueron un día amantes. El odio a uno mismo. El odio a una misma. El odio como manifestación palpable del fracaso. Todo él se convierte en tal cúmulo de energía mal utilizada que, al fin y a la postre, acaba en fracaso de todo lo que toca. El odio desgasta. El odio estriñe. El odio solo engendra más odio.
Serenidad y templanza
Y frente a los discursos de odio solo cabe la valentía de no mirar hacia otro lado. De actuar con inteligencia, sin reparos, con fortaleza y unidad, sin medias tintas, sin ambages, sin justificaciones. Con serenidad. Es verdad que frente al odio solo cabe el amor. Solo cabe el respeto, la fuerza de la palabra, y si me apuran, hasta la poesía que, como escribiera Gabriel Celaya, es un arma cargada de futuro. Pero no es menos cierto que los hermanos del odio, el rencor, la antipatía, el aborrecimiento, la tirria y la animadversión, acaban en el mismo rincón al que parecen destinados los apóstoles de este sentimiento: la soledad. Cuando al adversario se le considera el enemigo. Cuando al discrepante de nuestras ideas se le condena al ostracismo. Cuando al diferente solo se le ofrece el exilio y la muerte en vida, malamente hay posibilidad de redención, de reencuentro. Y solo queda entonces la sensación de fracaso, de frustración, de desengaño y decepción. Todo vuelve a empezar. El odio se incorpora, de nuevo, a ese círculo vicioso que no lleva a ningún sitio. Y descubres que no solo odia Vox. Que el odio tiene más seguidores. Y que frente al odio solo cabe armarse de fuerza, corazón y templanza.