He vuelto a recorrer las calles donde pasé la adolescencia y la primera juventud en estos luminosos días de la Semana Santa que llega a su fin. Sin esperarlas, he regresado a esas jornadas en las que saboreábamos la melancolía mientras que, cogidos de la mano, nos jurábamos que ese primer amor sería eterno. No habría nadie -ni circunstancia alguna- que fuera capaz de violentar un compromiso envuelto en sueños, ilusiones y fragancias. Era el sabor de amor, la espuma del mar.
Poco tardó el instante en el que todo se truncó. Llegó entonces aquello de que mi cabeza da vueltas persiguiéndote. Una apelación al no juegues más conmigo, esta vez tuviste una oportunidad y la dejaste escapar. Bien es cierto que una vez estuve equivocado y ahora no hay nada ya que puedas hacer. De ahí que concluyese con aquello de que ya nada tiene sentido y es mejor que sigas tu camino… que yo el mío seguiré, y por eso ahora déjame. Jugando a querernos o a que creas que te quiero.
Somos vulnerables
La vida siempre se ha ido construyendo con pasos titubeantes, emprendidos con diferentes sabores, en cada etapa de la existencia. Unas veces hemos llegado a tiempo de encontrar ese movimiento, en instantes con experiencias vitales distintas, hasta alcanzar las pequeñas metas que coronaban las fases en las que se han ido desenvolviendo las prácticas de la cotidianidad. En otras ocasiones los golpes han servido para constatar lo vulnerable que somos frente a las expectativas no cumplidas. Son los leñazos de realidad que tan a menudo precisamos para reaprender a golpe de impacto mortal, especialmente en esos ciclos en los que nos creemos superhombres o supermujeres por encima de la media.
A esas alturas de la vida ya sabemos que las cosas no son como parecen. Ni como las construimos en la mente. Son como son. Algo tan evidente como que, si tú no estás aquí, me sobra el aire. A veces me pregunto qué diantres hago en medio de este mundo. Me cuesta tanto encontrarle sentido a la existencia que, en ocasiones, no valen excusas para tratar de explicar lo que acontece. Es la presencia que forma parte de aquellos instantes de la sinrazón. Momentos en los que conviven aquellas diminutas luciérnagas que pululan en la imaginación en busca de los recovecos reales del sistema nervioso.
Es la vida
Hay días y días. Jornadas como las de hoy en las que renacer se convierte en una experiencia gozosa tras la oscuridad que proviene del dolor, la incomprensión y el desprecio. De la basura humana brotan instantes de esperanza. De manera sinuosa exploran los recovecos que han permanecido ocultos en mitad de la noche. Hasta que hallan ese diminuto cauce para desembocar en aquellos recodos que, lentamente, se extienden hacia lugares comunes en los que emergen libres de prejuicios y doble moral. Son soplos de una risa contagiosa que es capaz de sembrar luz en medio de la penumbra en la que hemos deambulado hasta ahora. Es el momento en el que florecen aquellos instantes tan ansiados. Es la vida, estúpidos, es la vida.
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