ILUSTRACIÓN | NANA PEZ

No había llegado al cuarto de siglo de vida cuando me tocó experimentar un acontecimiento crucial que supuso un antes y un después en mi timeline, esto es, en la línea de tiempo de joven saliente de una adolescencia adulta. Una doble fractura de tibia y peroné en plena celebración etílica de Nochevieja quebró los planes previstos desde hacía varios años. Ni seguir viviendo en Madrid, ni graduarme con mis compañeros de curso, ni continuar con un noviazgo que había comenzado a los 16. La dura convalecencia tocada en suerte dio paso a un inesperado escenario múltiple que se presentó como el espectáculo de esos circos de tres pistas que proliferaban hace años por nuestras ciudades y pueblos. Y como ocurría en ese guión circense, la continuidad de las acrobacias difícilmente podía hilvanarse.

Por si fuera poco, seis años después volvió a desencadenarse una tormenta vital, un giro de guión para inocular una dosis de recuerdo, una porción en los quiebros que la existencia es capaz de embutir en la tripa capital de una biografía. Esta vez fueron suficientes los golpes en forma de muerte de dos seres queridos para vapulear esa incipiente seguridad con la que parecía reconstruirse el edificio de la vida. Jopé. Ni a mi peor enemigo soy capaz de desearle que atraviese el desierto de unas experiencias como aquellas. Me las reservo por su carácter personal e intransferible, ya que el dolor es el mejor analgésico para entender la realidad y el presente. Sí, sí, aunque a veces creamos que anestesiar las vivencias más duras pueda ser la solución para seguir adelante. A menuda distancia quedan esas ideas a la hora de construir la estructura de una personalidad propia.

Aprendizaje de errores

Es verdad que a lo largo de una vida vuelven a aparecer acontecimientos significativos que marcan ese antes de y después de, pero apenas queda duda de esas segundas oportunidades que se nos presentan de frente en esos momentos. Son las pequeñas resurrecciones de cada día, esos reencuentros que desbrozan las capas en las que nos envolvemos en la búsqueda de una protección salvífica. Son las encrucijadas de rutas que seguimos muchas veces sin ton ni son, sin una brújula que guíe esas aventuras capitales que nos permiten sentirnos vivos. Es el aprendizaje de los errores propios. Es la voluntad de cambio, el inconformismo con lo preestablecido. Es la acción frente a la parálisis, el mirar hacia delante contra esa maldita fatalidad en la que caemos cuando el miedo nos atenaza y nos impide salir de ese pozo ciego al que llegamos sin apenas darnos cuenta.

Las segundas oportunidades son ese momento en el que despierta la pasión reprimida tras las falsas creencias de lo correcto, de lo preestablecido, de lo destinado a cumplirse por los siglos de los siglos

Son esos instantes en los que, desde la bruma, aparece una mano que envuelve el desánimo. Cuando menos se le espera hay una persona, un pequeño grupo, una lectura sugerente, una historia nacida del frío, una fotografía, una sonrisa, una visita inesperada, una llamada imprevista, un encuentro de sopetón, un poema arrugado, una mirada cargada de ternura, un deseo sin filtrar… que es capaz de desencadenar un gran remolino de incontrolables emociones. Es el momento en el que despierta la pasión reprimida tras las falsas creencias de lo correcto, de lo preestablecido, de lo destinado a cumplirse por los siglos de los siglos. Es el brazo de alguien sin nombre y apellidos, ese anónimo ser viajero que acompaña una travesía repleta de sobresaltos y sentido a la vez.

Encuentro personal

Junto a nuestro particular desconocido también se muestran rostros de seres a quienes, en el fondo, profesamos un sincero agradecimiento. No es para menos. Su mera presencia, cuando ya no la esperábamos, es el acicate para salir de nuestra enredada existencia en la que pervivimos en un infinito giro que rodea el maldito mundo de las ideas. Son los instrumentos que la vida, en su sentido más trascendente, ha interpuesto en el camino para darnos de bruces con esas segundas oportunidades. Es la resurrección, el encuentro personal, con uno mismo y con quienes nos rodean, traspasando las temidas, pero a la vez, frágiles fronteras. Son los confines que se interponen en el avance hasta ese destino final que es la muerte, el tránsito a esa desconocida dimensión a la que nos cuesta poner rostro y, por supuesto, nombre.

Llegados a este punto, como sabia persona lectora que es, habrá dispuesto su ánimo a que esas segundas oportunidades poco tienen que ver con las ñoñas referencias a las crisis de parejas o al escaparate que presenta la psicología positiva sin más. Qué va. Son los dilemas que valen tanto para quien se ha valido del engaño y la corrupción moral y política para sustentar su verdad, como a quienes se resisten a una ingrata presencia mortal en el día a día, a la indolencia ante al sufrimiento humano y la desidia frente al mal. La utopía es siempre posible… y palpable.