ILUSTRACIÓN | NANA PEZ

Han pasado ya más de tres décadas desde que en nuestra boda escuchásemos uno de los bellos poemas de Khalil Gibran recogidos en El Profeta (1923). Eran tiempos de unión entre el amor espiritual de raíz cristiana con el misticismo sufí o el judaísmo, y sentíamos una plena identificación con esa manera de entender el camino que la vida nos tenía preparado. En este caso, Del matrimonio, ofrecía una mirada que encajaba con el incipiente proyecto vital: “Amaos uno a otro, más no hagáis del amor una prisión” o esas estrofas finales que invitaban a permanecer unidos, “mas no demasiado juntos:/ porque los pilares sostienen el templo, pero están separados. / Y ni el roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro”.

Tus hijos no son tus hijos

Unos años después volvimos a este poeta libanés, cristiano maronita, con otro de los poemas dialogados por ese profeta que unos años antes de su muerte abandona el pueblo que lo ha acogido y sus moradores le piden que reflexione sobre diversos temas. Todos ellos, sumados en conjunto, componen ese texto que merece la pena volver a leer. De los hijos ha sido el poema que, casi sin pretenderlo de manera consciente, ha guiado la educación de nuestra descendencia. Comienza con esa potente afirmación de que “Vuestros hijos no son vuestros hijos. / Son los hijos y las hijas del anhelo de la Vida, / ansiosa por perpetuarse”. Y desde el principio, por mucho que te empeñes, es así. En mi caso, tras sentirme golpeado doblemente por la muerte en un corto espacio de tiempo.

Estoy seguro de que cada padre, cada madre, en la soledad del silencio interior, es capaz de reconocer que, aunque estén a nuestro lado, no nos pertenecen. Ni cuando proyectamos en ellos, en ellas, todo aquello que un día quisimos ser y no fuimos capaces de afrontar de cara, con valentía. Cuando nos damos cuenta de que las intenciones -mejor dicho, las expectativas- eran erróneas, porque estaban sustentadas en un deseo inalcanzable. Khalil Gibran nos dice que “podéis darles vuestro amor; no vuestros pensamientos:/ porque ellos tienen sus propios pensamientos. / Podéis albergar sus cuerpos; no sus almas:/ porque sus almas habitan en la casa del futuro, / cerrada para vosotros, cerrada incluso para vuestros sueños.” / Faltaría más. Por mucho que ese chantaje emocional que hemos sufrido la generación del baby boom y siguientes nos salga por los poros y, acaso de manera automática e inconsciente, hayamos incurrido en prolongar el maldito hábito que pretende controlar la existencia de nuestra prole.

Plantar cara

La vida no retrocede ni se detiene en el ayer. Cuánto tiempo y vida ganaríamos si llegásemos a comprender que esto es así. No estaríamos paralizados con la mirada atrás, a la espera de que suceda algo que ya está aquí. Porque resulta muy común eludir nuestras propias responsabilidades a causa del miedo y la culpa, esas dos amigas y aliadas que forman un tándem para hacernos la existencia más difícil todavía. El primero es capaz de sojuzgar la voluntad del más pintado. El miedo paraliza, provoca el caos existencial, somete y avasalla ante cualquier atisbo de libertad, de autonomía. Y lo hace frente al que ostenta el poder en cualquier faceta de la vida. De ahí que plantar cara a quien nos provoca temor -que muchas veces somos nosotros mismos- sea el primer paso para la libertad.    

La segunda, la culpa, es la hija perfecta del chantaje emocional. Es aquella dimensión que provoca ansiedad, angustia y un malestar que se derrama por el cuerpo, la mente y el propio hábitat. En ocasiones, nuestros progenitores -seguro que muchas veces de manera inconsciente- nos la han inoculado. Somos herederos de esa manera de actuar y, en determinados momentos, caemos en la trampa de intentar perpetuarla. No olvidemos que es un síntoma de la pandemia de mediocridad e infantilismo que pulula por el mundo. Muchos son quienes pretenden contagiar de miedo y culpa las relaciones humanas. Con esa pareja de hábitos se sienten poderosos y se permiten juzgar la conducta del respetable, mientras que eluden la mirada de su yo más profundo.

Flechas vivientes

De ahí la exhortación a ser “el arco desde el que vuestros hijos son disparados como flechas vivientes hacia lo lejos”. Así concluye Khalil Gibran esas reflexiones sobre la estirpe: “Dejad que vuestra tensión en manos del arquero se moldee alegremente. / Porque así como Él ama la flecha que vuela, / así ama también el arco que se tensa”. El reto está en querer mantener vivo el arco sin esperar nada a cambio.