ILUSTRACIÓN | NANA PEZ

Acaban de regalarme un reloj de arena. Sí, amiguitos y amiguitas, un reloj de arena es ese instrumento mecánico que sirve para medir un determinado período de tiempo. Tiene dos receptáculos de vidrio conectados entre sí permitiendo el flujo de arena desde el situado en la parte superior al de la inferior. A quienes no lo hayan visto en vivo y en directo les remito a esos dibujitos que aparecen girando sobre sí mismos cuando en ocasiones cambiamos de pantalla en un ordenador personal o intentamos arrancar una aplicación. Los hay de diferentes tamaños y, por tanto, de cantidad de arena que pasa de un lugar a otro, lo que permite delimitar claramente el principio y el final del periodo de tiempo en el que se requiere concentración.

Paso del tiempo

Desconozco la intencionalidad profunda que anidaba en quien me ofreció el obsequio, porque el tiempo de duración del que desde hace unos días está sobre mi mesa de trabajo es de quince minutos. Ni más… ni menos. Un espacio suficiente para que la vista se me nuble si quiero seguir el ritmo con el que esos granos de arena se derraman desde el cubículo de arriba al de abajo. La donante me ha confesado que era una invitación a ser consciente de la realidad, a reconocer el paso del tiempo y a valorar el silencio. Sí, como suena. La paz, el sosiego o la tranquilidad, esos instrumentos imperceptibles y tan repletos de valor. Esos lujosos instantes que a menudo anhelamos pero que, en buena parte de las ocasiones, eludimos porque nos ponen en un brete. Menudo despropósito.

Guardar silencio en estos tiempos convulsos y de polarización no es un hábito que goce de gran predicamento

No es más verdad que esa sentencia atribuida a Aristóteles de que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, en cuanto que nos sitúa en una posición de control de situaciones y, sobre todo, de las emociones que se disparan en multitud de momentos. Porque en innumerables circunstancias tendríamos que habernos mordido la lengua antes que destapar nuestras cartas. Pero guardar silencio, máxime en estos momentos de convulsiones políticas y sociales, no es un hábito que goce de gran predicamento. Todo lo contrario. Cuanto más ocurrente sea una respuesta ante una situación de enfrentamiento o debate quien ejerce ese papel dominante parece ganar más terreno. Lamentablemente es así, pero el precio que a menudo hay que pagar es muy alto.

Menudo dilema

Una amiga me confesaba hace unos días que en el silencio de una capilla que permanece abierta día y noche había encontrado un poco de sosiego ante lo que bullía en su interior. Toda su vida ha girado en estar ahí, siempre dispuesta para resolver los problemas de los demás, fueran sus hermanos, sus padres, sus hijos o el resto del mundo mundial. ¿Y a mí cuándo me toca?, se interrogaba. ¿Por qué no ha encontrado antes un lugar para mirarse a sí misma y disponer de la posibilidad, incluso, de equivocarse en su camino? Menudo dilema, con el agravante de que había sido educada en la creencia de que si se preocupaba de ella misma era una egoísta y contravenía los designios de no se sabe bien qué ser superior que nos juzgaba por ello. Esas disyuntivas morales, en las que la culpa aparecía cuando menos la esperaban, le había acompañado toda su vida.

Hombres grises

Esa niña había querido ser un día un hombre cuando su padre la había interrogado sobre su futuro. Un varón para no tener que hacerse cargo de sus hermanos pequeños y compartir habitación sin tener que avergonzarse por ello. Y además, en ese tercer grado al que la sometió su progenitor manifestó su deseo de poder convertirse en vagabundo con el fin de saborear lo que supone no depender de nadie ni de las circunstancias que la atenazaban a diario. Estoy seguro de que, sin saberlo de antemano, querría haber sido Momo, la protagonista de la novela de Michael Ende, que solo con escuchar conseguía que todos se sintieran mejor. Tampoco se dejaría engañar por la promesa de los hombres grises de que ahorrar tiempo es lo mejor que se puede hacer, lo que provocaba que, poco a poco, nadie tuviese tiempo ni para jugar con los niños.    

No me extraña que el silencio se haya convertido en el período más nutritivo de su existencia. De la suya y de la nuestra. Un territorio en el que reencontrarse con esas voces apagadas durante tantas estaciones atravesadas por relojes de arena.