ILUSTRACIÓN | NANA PEZ

Creo que, hasta que me quede un atisbo de vida consciente, seré un culo de mal asiento. Permítanme esa expresión. Ya saben que aquí en el sur podemos mentar a los muertos de alguien y ese alguien interprete que es una expresión cariñosa, válgame el Señor, porque la intención de quien la formula es la de querer nuestro bien. Seguro que lo entienden. O cuando nos espetan esas expresiones que, para uno del norte, son insultos difícilmente soportables, mientras que los aborígenes interpretamos la ironía que destilan.

Pues bueno, volviendo al principio, insisto en que hasta que tenga entendimiento ejerceré una opción de compra de rebeldía y de insatisfacción ante lo que me rodea. Y aunque hablo en primera persona, estoy seguro de que usted se ha podido encontrar en esta misma disyuntiva, la vive en el momento presente o conoce bien a alguien que sea practicante de esta religión que tiene que ver con el inconformismo. Cuando menos, con esa sensación que aparece en el momento en el que menos se le espera para entablar un diálogo no verbal en el que se habla de todo, menos de seguir haciendo siempre lo mismo. De trabajar siempre en la misma actividad, repetir mecánicamente los mismos comportamientos o pedir el mismo postre en el restaurante.

Aciertos y errores

Recuerdo aquellos compañeros de instituto que presumían de una radicalidad extrema en sus posiciones políticas o de costumbres frente a quienes en esos momentos no cuadrábamos en sus esquemas mentales. En política nos acusaban de ser revisionistas o socialdemócratas (ríase usted de quien le increpe de ello hoy en día) y en costumbres y prácticas de ser beatos o meapilas. Lo que viene a ser un gazmoño o santurrón, como prefieran. Casi nada. Y todo porque no respondíamos a los cánones del momento. Resulta, sin embargo, que, tras el paso de los años, aquellos han acabado siendo como sus padres, más tradicionales que comer en casa de los suegros el domingo, celebrar los cumpleaños en el burger o defender a tu equipo de fútbol como si te fuera la vida en ello.

Con la perspectiva que ofrecen los años vividos, con los aciertos y errores, las equivocaciones y meteduras de pata, las expectativas no cumplidas o los proyectos inconclusos, podemos concluir en que mantener encendida la llama de la insatisfacción nos ha permitido, cuando menos, sentirnos vivos. No hablo de simple complacencia, ingrávida, porque eso es otra cosa. Hablo de experimentar que los sueños siempre están ahí. De rebeldía, de lucha, de estar despierto ante lo que toca vivir. De no caer en esa apatía que tanto abunda entre la gente y que, eso sí, malamente se combate a base de intentar saciar esa falta de ánimo con un menú de adicciones que abarca el consumo desmedido de bienes, hábitos, comportamientos y sustancias de todo tipo. Ahí sí que les doy la razón a quienes acusan de ser culicos de mal asiento al respetable que no se conforma con lo establecido.   

Invitación a la rebeldía

Por eso estoy dispuesto a invitarles a subir a una tarima y reclamar conmigo que nunca es tarde para perseguir los sueños. Todos los sueños. Desde aquellos que parecen grandilocuentes de otro mundo posible a los más locales que tienen que ver con el día a día. Desde viajar a lugares inhóspitos con la mirada abierta de quien no se cree salvador de nada a tratar de decir tonterías para provocar unas risas entre nuestros vecinos o compañeras de trabajo. A no conformarse con la idea de haber llegado al lugar que el destino nos tenía reservado, bien sea en las relaciones personales, a ese supuesto empleo que teníamos escrito en la frente desde niños o en esa vida monótona que general malestar. Y, sobre todo, les convoco a no hacerlo solos, porque para quienes tengan miedo a subirse a la escalera siempre hay alguien junto a ella que está dispuesto a mantenerla en equilibrio. Venga, anímense. No tengan miedo.