ILUSTRACIÓN | EVA VAN PASSEL GAMBÍN

En plena vorágine a causa de la polarización política, las preocupaciones por el encendido de luces navideñas, los sobresaltos por la subida de los precios y los bombardeos de los ‘single days’, ‘Black Friday’ y demás zarandajas consumistas, se asoma la cotidianidad. Esa que lleva consigo los pequeños acontecimientos de la vida que conforman el verdadero relato de la actualidad de la gente común. Esa que no termina de completar el cambio de temporada en los armarios y lleva un lío de ropa de mil demonios. La que empieza a preguntarse dónde cenará en Navidad. La que ansía en que finalicen las obras en su ciudad o la que se sorprende del porqué de esa proliferación de tiendas de productos y accesorios para uñas, bien sean de gel, acrílico, polygel, de esmaltado permanente o decoraciones. Un sinvivir, ya lo ven.

Irse del mundo

La muerte se cruza en esa ruta de la normalidad y, en algunos casos, en silencio y sin llamar la atención. Como la que he vivido este pasado fin de semana con la marcha de la hermana Catalina Mediola, ‘Cati’, una religiosa de la orden Concepcionista Franciscana de la comunidad del convento de Santo Antonio, en Murcia. Una marcha que ha sido la confirmación de que nos vamos de este mundo, en buena parte de las ocasiones, como hemos transitado por él. En su caso, calladamente, de manera imperceptible, rodeada de las personas con las que ha compartido cercanía en su opción de vida y con tiempo suficiente para la despedida de familiares y amigas. Una muestra de que el paso a otra dimensión se puede recorrer desde la contemplación amorosa a su nuevo estado.

Sencillez y humildad

Cuando la velaba en el silencio de la capilla monacal, repasaba aquellos valores que habían sido su sello a lo largo de más ocho décadas de vida. Cualidades necesarias que cobraban especial sentido en estos días donde el ruido, el odio, los insultos y las descalificaciones sin más se han convertido en moneda común. Tanto es así que estamos contagiados de una irascibilidad imperdonable frente a la búsqueda del bien común.

En el inventario rememorado ante las imágenes de Clara de Asís y Antonio de Padua destacaba la humildad, ese conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y obrar de acuerdo a aquel. Por supuesto, ser una persona agradecida. También la sencillez para actuar sin pretensión, dobles intenciones ni vanidad, sino de modo sincero, espontáneo o natural. O el cuidado de cada detalle, emocionar con pequeños gestos, pensar con qué sorprender a cada persona, dedicar un poquito de su tiempo.

Don de la escucha

Que Cati fuese una artista de lo minucioso dan fe las innumerables piezas de frivolité o de encaje de bolillos que elaboró a lo largo de su vida. Pendiente de cada pormenor humano de quien se cruzase en su vida, ha sido el más vivo ejemplo de que no podemos pasar por la existencia de las personas sin conmovernos ante sus historias, ante sus ilusiones y desvelos. Incluso para intentar una última puntada a la ropa de quienes han sido sus cuidadoras en los últimos días. Un botón a punto de desprenderse o una costura suelta eran motivo suficiente para una invitación a bordarlos.

Las religiosas contemplativas tienen ese don especial para no dejar escapar ese pespunte, ese dobladillo, ese hilvanado. Es el don de la escucha, de captar lo que se esconde detrás de unos ojos, de una mirada, de un gesto. Seducidas por la gracia de quien nos quiere por encima de todo, la vida contemplativa está repleta de una actividad que trasciende los muros de un monasterio. Poseen la fuerza incontenible que les permite la capacidad de alcanzar la esencia del corazón de quienes deambulamos en el proceloso mar de la vida ordinaria. Una fortaleza que llega de quien nos trasciende y que se hace vida en la oración, verdadero alimento que no sufre de altas y bajas de precios, que no es pasto de especuladores ni de índices bursátiles. Cati, como el resto de sus hermanas, nunca da puntada sin hilo.


De izquierda a derecha, Concha, Cati y Maribel, junto a otra hermana de la orden concepcionista franciscana, en el Obrador Convento San Antonio (calle Zarandona, 4, en pleno centro de Murcia), donde se venden los productos artesanos elaborados por esta comunidad religiosa.

Cati es una de las tres últimas religiosas de la orden Concepcionista Franciscana que mantvieron abierta la comunidad del Monasterio de La Encarnación en Yecla (Murcia). Junto a sus hermanas Concha y Maribel se trasladó hace unos años al Convento de San Antonio, en Algezares (Murcia), donde falleció el pasado viernes 10 de noviembre. Desde niño he estado siempre muy ligado a esta comunidad contemplativa. En su convento de Yecla participé en sus encuentros de oración, además de meditación zen. Fui testigo de su cercanía a la gente, desde la clausura, y su iglesia está ligada a celebraciones familiares y parroquiales. El ejemplo de vida y de ejntrega generosa a la contemplación siempore están presente en mi vida y en la de mi familia.