Quienes acudan este fin de semana a sus parroquias o
participen en cualquier misa dominical se encontrarán con las duras
experiencias que atravesaron en su devenir los llamados profetas. No lo
tuvieron fácil, porque eran esos pepitos
grillo que denunciaban a los cuatro vientos las tropelías de quienes
gobernaban esa parte del planeta de donde arranca la cultura occidental
judeocristiana. Jeremías fue uno de ellos y sufrió persecución. Vamos, que se
la jugó. Lo gracioso del tema del evangelio de Lucas del domingo (si es que
acaso tiene alguna) es que cuando a Jesús le tratan de subir el ego en la
sinagoga tras su predicación va el chaval y les suelta aquello de que “ningún
profeta es aceptado en su pueblo”, los pone frente al espejo de sus
contradicciones nacionalistas y de nación supuestamente elegida y el público se
cabrea de lo lindo: ni cortos ni perezosos lo sacan de la ciudad con intención
de despeñarlo en un precipicio. Lindezas del momento.
En las últimas semanas me ha tocado vivir la experiencia
de la muerte de dos familiares y varios amigos y conocidos. Como seguro que le
ha ocurrido a usted, porque resulta que la muerte es una de las experiencias
que a diario compartimos el común de los mortales. Por obvia, no le damos
apenas importancia y resulta que es de las pocas cosas claras que tenemos en nuestra
existencia: que nacemos y morimos. Así de simple… y así de complejo lo hacemos
los humanos.
Dentro de unos días será inaugurado el Aeropuerto Internacional de la Región de Murcia. Uy, cómo suena esto. Aeropuerto internacional, ni más ni menos. Una infraestructura donde las haya, para loor y gloria de nuestros gobernantes y empresarios. Eso sí, como dice nuestro consejero de Fomento, un aeropuerto que antes era de una concesionaria y ahora es de todos los murcianos y murcianas. Vamos, como si no lo hubiésemos pagado de una u otra forma, incluso antes de proyectarlo, y más ahora cuando tuvo que ser ‘rescatado’ por el papá Estado en forma de Aena, ese al que se le echaban pestes al comienzo del proyecto.
Queridos Reyes Magos. Hoy tenéis un día muy complicado. No
en balde, tratar de responder y atinar con las ilusiones de niños y mayores es
una tarea ardua para concentrarla en tan pocas horas. Cada año que pasa os lo
ponemos más difícil. En mi caso, no
quiero una tarjeta regalo, ni un teléfono móvil nuevo, ni unos pañuelos,
calcetines o pijamas. Voy a tratar de aliviaros un poco.
La sueca Åsa Charlotte Regnér (Malmberget, 1964) salió en marzo del primer Gobierno feminista de la historia, el de Suecia, para ejercer como directora ejecutiva adjunta de ONU Mujeres. Como ministra vivió el MeToo sueco que estalló en la academia del Nobel, que suspendió la entrega del galardón de Literatura. (más…)
Que
el miedo paraliza es un hecho innegable. Desde las experiencias de los primeros
homínidos hasta que el ser humano es tal siempre hemos vivido acompañados del
temor a lo desconocido, a lo que puede acabar con nuestra vida, a lo
inexplicable. De ahí que el miedo forme parte de la existencia, en especial
cuando los compañeros vitales de viaje lo transmitan al comienzo de la vida,
como los padres y las madres lo hacemos con nuestros descendientes desde la
cuna. Gracias al miedo sobrevivimos. Pero también gracias al miedo hay quienes
sustentan su dominación.
Gracias a la FundaciónCivio, y en concreto a la periodista Eva Belmonte, hemos sabido que el BoletínOficial del Estado (BOE) del pasado martes publicaba la evaluación de méritos y proyectos de los 95 candidatos al Consejo de Administración de RTVE. Tras esas valoraciones ofrecía la lista de 20 finalistas, que serán los que pasen por Las Cortes para que el Congreso elija a seis consejeros y, el Senado, a cuatro. De esos diez saldrá quien ocupe la Presidencia de la radio televisión pública. (más…)
Dentro de unos días se cumplen los diez años de la muerte de José Ramón Jara Vera. El periodista de Alguazas, Manuel Segura, lo recordaba hace una semana con una semblanza sobre su vecino de Ceutí. Al leer sus palabras afloraron las imágenes que hace poco más de una década provocaron una de las decisiones personales y profesionales que han marcado mi trayectoria en esta etapa de la vida. Decisiones que siempre he unido a los compromisos con personas que han sido referentes en los recorridos vitales que a todos nos persiguen.
En 2008 José Ramón Jara era vicesecretario general y
portavoz del Partido Socialista en este territorio comanche en el que las
complicidades y el caciquismo imperantes nos han llevado al lugar en el que
estamos, con los mismos problemas, cuando no agravados, que hace casi treinta
años. Acepté la invitación a sumarme al proyecto de cambio político que
pretendía liderar, con respeto a los procesos y procedimientos del partido en
el que militaba desde casi adolescente, pero con la clara perspectiva de romper
con la esclerosis sempiterna que el PSRM-PSOE adolecía desde que le entregó al
PP el Gobierno regional en 1995. Una entrega en la que, además del contexto
nacional, influyeron especialmente las luchas intestinas entre las diferentes
familias políticas del socialismo murciano.
Pasé al lado oscuro con la ilusión de quien encuentra
sentido a una decisión arriesgada que daba sentido a la inquietud política con
la que había crecido desde niño. Dejé a un lado las ambiciones profesionales
para apostar por una puerta que, estaba seguro, implicaba cerrar otras, como
más tarde comprobé. Por supuesto que había otro tipo de ambiciones, pero en
este caso ligadas a los ideales de un compromiso personal con lo que
representaba la figura de José Ramón, junto a un proyecto de cambio político. Hasta
entonces apenas lo había tratado, pero me bastaba lo que sabía de él a través
de uno de sus hermanos y amigos comunes, sus posiciones ante la UCAM o su
talante conciliador. La valía de su trayectoria en su pueblo, en la
universidad, soporte en su familia y recorrido como servidor público. Políglota
y, sobre todo, conocedor profundo del camino que había que impulsar, de manera
transversal, para dignificar la política en esta nuestra Comunidad, desde una
izquierda no excluyente.
No me equivoqué cuando le dije que sí, pero tuve la desdicha
de trabajar junto a él poco más de tres meses. Aún recuerdo su imagen en el
garaje de la Asamblea Regional, andando con su maletín en dirección al coche
tras haber intervenido en un debate sobre el agua ante el Pleno. Al día siguiente
ofreció una rueda de prensa en la sede de Princesa, pero ya se sintió
indispuesto y se marchó pronto a casa, de la que ya no salió apenas hasta ese
fatídico 18 de diciembre.
Sentí su muerte como experimenté la de mi padre. Al igual que la orfandad que, en este caso, traspasaba los lazos de sangre a los del vínculo político. O lo que es lo mismo, a la invisible red de una utopía de transformación social frente a la que aún profeso la ausencia. Nada sucede por casualidad y los tiempos han deparado escenarios distintos. Con sus luces y sus sombras, pero con aprendizajes que apuntan a mostrar qué mueve a las personas y a las organizaciones de las que formamos parte. Las expectativas no pueden guiar el mundo.
Acabo de enterarme de que durante casi cuarenta años he sufrido una fobia a la que me costaba ponerle nombre. Se trataba de la cinofobia o el temor desmedido a los perros. No podía con ellos. Cuando los veía cerca me ladraban, trataba de eludirlos, escapaba y me alejaba cuanto más podía. Paralelamente, no entendía cómo había personas que los adoraran, que fueran capaces de dar su vida por ellos o que lloraran su muerte. Desconocía por completo las sensaciones de afecto y de los vínculos que podían establecerse entre los canes y los humanos, y quizá por mi exceso de racionalidad desconfiaba de quien trataba de humanizarlos hasta extremos insospechados.
Bien es cierto que no he llegado a sufrir ataques de pánico
o de ansiedad al estar cerca de un perro, pero sí he sentido un miedo intenso y
desproporcionado ante su presencia y he evitado situaciones cotidianas en las
que podía interactuar con un cánido. Hablamos de un miedo irracional, que
carece por tanto de una explicación lógica, de padecer un terror que en ocasiones
se volvía casi insoportable. No era capaz de controlarme ante este miedo,
sufría mucho al cruzarme a un perro y llegué a experimentar, en su momento, determinados
síntomas físicos, como náuseas, sudores y taquicardia.
Bien pronto descubrí que la principal razón de esta cinofobia
se debía a la experiencia traumática que sufrió mi madre en su infancia con un
perro que le mordió el extremo de un abrigo, en plena calle, y que le marcó
para el resto de su vida.
Thera.
Pero todo se acabó, de manera progresiva, cuando conocí a Thera, una labradora de piel canela,
hace doce años. Entró en mi vida, como en la de la familia de amigos que ha compartido
su existencia en todos y cada uno de los acontecimientos del día a día. Los
expertos en tratar la cinofobia hablan de la terapia de la exposición gradual
al contacto con los perros como una de las mejores técnicas para vencer ese
temor irracional. Y yo sin saberlo durante casi toda la vida, conseguí ir
dominando esa desconfianza hasta establecer una relación de igual a igual
(salvando la distancia de que somos dos especies distintas) y despertar sensaciones
y dimensiones que hasta entonces habían permanecido ocultas. Thera me abrió el camino a Bruno, mezcla de braco y bóxer, a Kadó y al resto de invitados a los
encuentros perrunos del Monte Liso y a las marchas senderistas por el Valle,
Carrascoy, El Sabinar, Campo de San Juan, Benizar y Bajil.
Con Thera fui
capaz de saborear la felicidad que siente un labrador cuando chapotea en las
frías aguas de riachuelos del Pirineo. También de aquellos momentos en los que transmiten
confianza y alegría cuando hay alguien triste y desanimado a su lado. Al dejar
a un lado la fobia a los perros me he reconciliado con el amor y la
sensibilidad al resto de los animales, seres vivos unidos a la especie humana a
lo largo de la historia. De ahí que cuando coincido con gente que aún no ha
podido afrontar esos miedos siento una cierta nostalgia y el deseo de invitarles
a saborear lo que supone vencer esos recelos. Thera murió esta semana, y con ella siento se han ido una parte de
esas desconfianzas que estaban difuminadas. La he llorado en silencio. Como el
de las excavaciones de las que ha sido testigo todos estos años.
De Pedro Soler, periodista abaranero fallecido esta semana y
al que le profesaba un entrañable aprecio desde mis primeras experiencias
profesionales en esto del periodismo, siempre me sorprendió su peculiar lógica
en algunas de sus expresiones. Bueno, de lógica, lógica, poca. Más bien su gusto
por lo absurdo, quizá porque su espíritu libertario le permitía reírse de lo
político, cultural o artísticamente correcto. Y desde esa perspectiva acertaba
siempre, ya que al final de nuestra vida, como de la suya, nos juzgarán (si hay
que hacerlo) por lo que hemos amado, por lo que hemos contribuido a la
felicidad de los otros, por el verdadero legado fruto de la existencia, que no
es otro que lo vivido con intensidad con uno mismo y con quienes nos rodean.
El periodista abaranero, Pedro Soler.
Con esa mirada pícara, con las gafas en el borde la nariz y
su caliqueño entre los labios, Perico siempre advertía con sorna aquello de
“cuando ganen los nuestros…”, presagiando una vuelta de tuerca de la realidad,
pero nunca ofrecía una respuesta sobre qué es lo que iba a pasar. Al contrario,
completaba el mensaje con una pregunta con molla al cuestionarse aquello de “pero
¿quiénes son los nuestros?”. Ya quedabas muerto del todo. Porque es una verdad
que en la mayoría de las ocasiones no sabemos quiénes son esos a los que
incluimos en la categoría de los nuestros
frente a los otros, en quienes
depositamos expectativas, respuestas condicionadas y favores devueltos. En
realidad, los nuestros no existen más
que en el mundo de los deseos, en una esfera irreal que escapa a nosotros
mismos.
Algo similar es lo que sucede con los guiones que
constituyen nuestra vida, los que creemos que nos configuran como persona.
Valga de ejemplo con esa búsqueda continua de la felicidad para estar a gusto
con nosotros mismos. Pero como podemos suponer, esto no cuaja, porque no
siempre estamos bien. Tratamos de resolverlo explorando culpas y culpables, y
cargamos pesadamente con aquellas. A menudo esos guiones se nos han impuesto y,
lo que resulta más grave, es que nos empeñamos en participar de ellos y que los
demás sean quienes los dirijan. Buscamos esas supuestas seguridades con
respuestas predeterminadas, desde el papel de niños buenos, padres estupendos,
trabajadores dóciles o ciudadanos políticamente correctos con el sistema.
Si paradójica parecía la contestación de Perico Soler no
resulta menos paradigmático hallar que la respuesta más adecuada es la de
pararse, detenerse, mirar hacia dentro y ser consciente de lo que tenemos. No
podemos vivir con el guion que se nos ha impuesto. Necesitamos experimentar
noches de oscuridad y, desde una perspectiva nueva, diferente, desdoblarnos y
contemplar esos guiones con claridad. Es como esa imagen desprendida que sale
de nuestro cuerpo, se coloca en paralela al plano real y nos mira con ternura,
compadeciéndose ante lo que ve. Concluir,
en definitiva, con el convencimiento de que nadie es responsable de nuestra
felicidad. Entonces descubrimos que los
nuestros están aquí. Dentro de nosotros. Como Perico, junto a quienes viven
cada día la vida con intensidad, como si fuera el último para gozar.
Sí, sí. Jodida muerte, inevitable compañera, adherida a la vida y constante hasta el extremo. Erre que erre. Cuando te la esperas y cuando no. En soledad y en compañía, odiada y deseada, llorada y reída, que de todo hay. Rememorada cada año por estas fechas, ensalzada hasta el extremo frente a la existencia. Representada con ese espectro armada con una guadaña igualitaria por mucho empeño en dejarla pasar hacia quienes ocupan el estrato inferior porque en la cúspide se vive bien. Ya lo saben, los ricos también lloran. Es interclasista, aunque llegue con demora, un retraso prolongado con saludos y bagatelas. (más…)
Cada familia guarda su secreto particular. En el recóndito rincón de la esencia de cada estirpe anida aquello que ha marcado la vida de más de una generación. En ocasiones tiene que ver con un acontecimiento trágico sobre el que existió un consenso más o menos velado de que debía permanecer oculto para quien viniera después. Una muerte, una violación, una traición, unos celos mal llevados, una delación, una acusación infundada. Quién sabe el catálogo completo de ofensas, despropósitos, ultrajes o insultos que han rodeado las circunstancias sobre las que se teje una maraña de ocultaciones que marcan la vida de un linaje.
Quienes disfrutamos de unas condiciones dignas en nuestra actividad laboral a veces sentimos sonrojo para hablar del trabajo decente. Parecemos de otra época, viejunos, cuando las reivindicaciones laborales estaban en la agenda mediática, política y social. Ahora hablar de trabajo decente no está de moda. No ocupa espacio en las escaletas de los informativos, de ella no hablan apenas nuestros representantes en el Congreso y en el Senado, empeñados en revisar sus currículums o ver quién la dice más gorda en cuanto a Cataluña y el independentismo. Nuestros empresarios siguen a lo suyo amenazando a diestro o siniestro porque el Gobierno quiere subir los impuestos para que contribuyan un poco más al bien común. Y nuestros líderes de opinión, en sus medios de comunicación, están centrados en otras cuestiones. Todo parece un cuento y resulta que no lo es. (más…)
Entre la fauna que puebla nuestras vidas solemos hallar una serie de figuras humanas que sobresalen en el crisol del acontecer diario. Destacan porque parecen tener un fin en su vida: tratar de amargar al más pintado que ose cruzarse en su camino. Sin complejos. Sin medias tintas. Vamos, con todas las de la ley. Entre aquéllas se encuentra un primo hermano del homo escurridizus, que glosé tiempo atrás en este blog. En esta ocasión se trata del homo ingratus, otro espécimen que anida en nuestros lugares de trabajo, en las asociaciones de las que formamos parte o entre los miembros de nuestras familias, de manera independiente al grado de consanguinidad que exista entre nosotros. (más…)
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