Siempre he creído que las cosas no suceden por casualidad. No en el destino, en el sentido estricto de que todo esté ya preparado y dispuesto de antemano. Sería muy triste no poder intervenir en los acontecimientos en los que vamos a participar, o en los que de una u otra forma asistimos, bien sea como protagonistas o como actores secundarios. Ese sentido trascendente de lo que hacemos, de lo que vivimos, de lo que actuamos, lleva aparejadas unas circunstancias que en la mayor parte de los casos nos conducen a saborear experiencias vitales repletas de significado.
En las últimas semanas experimento la llegada a un momento vital marcado por cumplir los 50 años que, a su vez, está salpicado por una serie de hechos que me han brindado la oportunidad de hacer un alto en el camino para evaluar lo recorrido. Es habitual en nuestra atribulada actividad profesional, o en las diferentes facetas vitales, como las familiares, lúdicas o sociales, que nos embarquemos en innumerables proyectos. Proyectos a los que dedicamos tiempo, energía, intercambio de opiniones, validaciones, etc. pero una vez puestos en marcha, o lo que es más grave, una vez desarrollados, nunca son sometidos a una evaluación. A una revisión, a un verdadero análisis del cumplimiento de lo proyectado, si se han cubierto las expectativas, si se han obtenido los resultados esperados, a conocer qué ha fallado -si ha sido el caso-, qué se puede corregir y cómo adecuar los diferentes elementos del mismo para reajustarlo, desecharlo o apostar por él desde nuevos parámetros.
En el ámbito de las Administraciones Públicas -que es el más conozco, o en cualquier otra organización que se precie- es hecho muy común que se inicien planes, proyectos, estrategias, programas… que persiguen grandes objetivos y metas que, en la mayoría de las ocasiones, y a la vista de los resultados, son irreales, y por tanto, inalcanzables. Unos planes se superponen a otros porque los antiguos no han sido evaluados. Apenas se han revisado para saber en qué se ha fallado, dónde estaban los errores y el porqué de la incapacidad en alcanzar las mínimas previsiones. Creo que todos conocemos ejemplos de lo que hablo, bien sea por haber participado en alguno de esos planes estratégicos, o bien por ser un mero espectador y consumidor de los mil anunciados proyectos de lucha contra el desempleo, el fraude fiscal, la economía sumergida, el fracaso escolar o el calentamiento global.
Reconciliarse con lo vivido
Si nos vamos a la vida cotidiana, al devenir por nuestro pequeño mundo, sucede algo similar. Nos sumergimos en el papel que nos toca desempeñar en cada momento (hijo/a, estudiante, joven, trabajador/a, padre o madre, educador/a, abuelo/a…) y buscamos pocas ocasiones para ir evaluando esos tiempos en los que representamos un determinado papel. Siempre encontramos la excusa perfecta para no hacer un alto en el camino, en soledad o acompañado por alguien (sea o no profesional de lo interno del ser humano), un alto en el que podamos mirar el presente desde lo que hemos hecho, desde las decisiones que hemos ido tomando en cada momento. Y no para regodearnos en ellas, o para lamentarnos, o para culpar a otros de lo que hemos vivido o nos sucede. Simplemente para reconciliarnos con nuestras experiencias, con las opciones que hemos tenido que escoger en cada contexto, circunstancia, situación… Y celebrar todas y cada una de ellas. Con acierto o no. Con los resultados obtenidos, hayan sido o no los esperados.
Hace escasas semanas celebré mi fiesta de cumpleaños. Llegar a los 50, esa fecha tan redonda, ha servido para mirar hacia atrás. Un recorrido vital con la oportunidad del reencuentro con gente que ha pasado por mi vida en los diferentes lugares que las circunstancias familiares han ido presentando en el camino. Ese reencuentro ha servido, sobre todo, para revivir recuerdos, acontecimientos, decisiones, circunstancias… Imágenes, en definitiva, salpicadas por todas y cada una de las situaciones vitales que recorremos en este tránsito entre el nacimiento y la muerte física. Y aseguro que ha sido una experiencia muy gratificante, del tipo de cualquiera otra que el lector habrá tenido oportunidad en algún momento de vivir.
Uno de los aspectos que más he constatado en estos tiempos de preparación del acontecimiento tiene que ver con las limitaciones físicas que el paso del tiempo va acumulando en nuestro cuerpo. La vista, los reflejos, la pérdida de la rapidez mental y las sensaciones que recorren las articulaciones, el sueño, la libido… En fin, nada raro que no sea simplemente la constatación del paso del tiempo y la respuesta de nuestros órganos, de nuestro cuerpo, a como lo hayamos cuidado en su conjunto. Los milagros, lógicamente, no existen. Por ello, uno se da cuenta, una vez más, de que lo que nos sucede depende prácticamente solo de nosotros mismos. No valen las excusas, ni las culpabilidades ajenas. Somos responsables al ciento por ciento.
Saborear la amistad
Lo vivido queda para uno mismo… y en una parte limitada, para los que nos rodean o comparten etapas de la existencia. La tentación de lamentarse de lo no conseguido, o de haber adoptado decisiones que a la postre se han visto que no eran las más adecuadas, es una realidad que está ahí. Pensamientos que se les miran, se les saludan y se les deja pasar de largo. Ahí están. Son las que se adoptaron en un momento dado, momento en el que eran las que se podían tomar… y ya está. De poco sirve lamentarse, porque la queja paraliza, entretiene, limita el crecimiento y amarga la existencia… y el estómago. Quedan escondidas en el plano más externo aquellas que tienen que ver con las decisiones profesionales o las políticas. No por ello dejo de sentir formar parte de una generación perdida, esa del 64 que era muy joven cuando se vivieron acontecimientos sociales e históricos muy trascendentes en España, y que ahora se ve adelantada por aquellos que vienen detrás. La imagen de hace unos días de Pedro Sánchez y Mateo Renzi es un ejemplo significativo de lo que hablo. Hace un tiempo me servía del lamento. Hoy no.
Y ese lamento queda callado, entre otras razones, porque las coincidencias -que nunca ocurren por casualidad, como bien saben ustedes- me han llevado a saborear el acontecimiento de que mi hijo mayor inicia en pocos días su etapa universitaria. Cumplidos los 18 años se dispone a iniciar unos estudios universitarios que a su padre le encantarían realizar. Una nueva generación pide paso, con incertidumbres que, estoy seguro, no eran muy diferentes a las que teníamos nosotros. Por mucho que caigamos en la tentación de lamentarnos del presente (obsérvese, en este momento, qué parte de responsabilidad podemos tener nosotros al respecto), su tiempo es suyo. De nadie más. Nosotros no tenemos derecho a arrebatárselo. Con las luces y las sombras que cada momento lleva consigo. Yo empecé en la universidad días antes de la victoria de Felipe González en octubre del 82. Él lo va a hacer con los ecos del Mundial de Baloncesto en España. Cincuenta años después de que su padre naciera en el París de la emigración española de los sesenta. Y me siento feliz. Haber formado parte de una familia y crear otra (con una mujer a la que amo y con dos hijos con los que ‘lucho’ a diario) tiene que ver con ello.
Y para terminar, una de las constataciones más satisfactorias de haber celebrado hace unas semanas esos ’50 tacos’ tiene que ver con la amistad. Con los afectos. Con querer compartir este acontecimiento con quienes forman parte de la pequeña historia vital de un ser humano pequeño, débil e incompleto (pero real), como es quien escribe estas letras. Las ausencias físicas de la efemérides no impidieron sentir la cercanía de lo vivido, de lo compartido. Una historia en la que cada persona juega un papel fundamental. Incluso los que murieron cuando les tocaba y nos abandonaron. Sus dulces miradas siempre han estado ahí. Como la ventana que atravesamos cada día para degustar que nos sentimos vivos, con energía, con fuerza -y por qué no, debilidad en ocasiones- y lo más importante de todo: que no estamos solos. Que formamos parte de algo vibrante. Simplemente… de la vida.
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