En las pasadas navidades, Jorge Bergoglio volvió a sorprendernos con una de las originales intervenciones a las que nos tiene gratamente acostumbrados desde el inicio de su pontificado. En una audiencia con las personas que trabajan en el Vaticano no quiso dejar pasar la oportunidad de reflexionar acerca de las enfermedades de la Curia, que a efectos nuestros, de los comunes mortales que sobrevivimos a diario, podemos encontrar en cualquiera de nuestras organizaciones. Sea una empresa privada, una Administración pública, un partido político, un sindicato, una asociación de madres y padres o un colectivo cualquiera, bien de carácter altruista o con intereses más egoístas.
Siempre he estado muy interesado en conocer los entresijos de las organizaciones donde he desarrollado mi vida profesional. Por ello, no puedo por menos que considerar que Francisco clavó el diagnóstico de esas enfermedades, no sólo restringidas a una empresa con tantos trienios como es la Iglesia católica -que también conozco, por haber desempeñado tareas en ella- sino a prácticamente a cualquier grupo humano con una mínima estructura organizativa. El papa argentino, por tanto, podría añadir a sus competencias espirituales las que poseen algunos de nuestros más avezados consultores de gestión pública o asesores de recursos humanos.
La “patología del poder” o del complejo de los elegidos es la primera de ellas. La padecen aquellos que se consideran superiores a los demás y no al servicio de todos. Esto es tristemente una realidad, y además, dolorosa, cuando hablamos de organizaciones que, en teoría, están para resolver los problemas de la gente. Sus dirigentes, sin embargo, se sienten por encima del bien y del mal. Aunque tiene remedio: que visiten los cementerios y comprueben cuántos se han sentido inmortales, inmunes e indispensables. Un baño de realidad.
La segunda enfermedad es la del activismo desmedido, la excesiva laboriosidad de quienes se resisten a pasar tiempo con su pareja, con los hijos, y que no respetan ni las vacaciones para evitar el estrés y la agitación. Le sigue la del endurecimiento mental y espiritual, que practican quienes tienen un corazón de piedra y se esconden tras los papeles y la gestión, pierden la sensibilidad humana, la capacidad de amar al prójimo, esto es, de tener presente al otro. En las Administraciones públicas es habitual encontrar a gestores que han perdido el norte de que todo su trabajo y actividad deben de estar al servicio de la ciudadanía.
La excesiva planificación y funcionalidad es la cuarta de las enfermedades, que sólo se puede combatir con frescura, fantasía y novedad. Es lo que llamamos «procesos de innovación» imprescindibles para renovar nuestras organizaciones. Tratamiento que se puede aplicar también a la dolencia de la mala coordinación, la quinta, con un necesario espíritu de gestión de equipos para combatirla.
Bergoglio habla también del «Alzhéimer espiritual», refiriéndose a quienes han perdido la memoria del encuentro con Jesucristo. En nuestra sociedad civil podríamos hablar del Alzhéimer ciudadano, o la pérdida del sentido de dónde alimentamos nuestras motivaciones para prestar un servicio a la ciudadanía. El abandono de los valores éticos, de las razones morales por las que hacemos las cosas. Y la séptima enfermedad es la de la rivalidad y la vanagloria, practicada por quienes quieren estar en poder al precio que sea, y ese se convierte en el objetivo a conseguir. Las luchas internas e intestinas en el seno de las organizaciones es reflejo de lo que hablamos.
La octava de las enfermedades es la de la «esquizofrenia espiritual», que en el mundo de las organizaciones civiles podríamos definirla como la de la doble vida de quienes defienden unos valores pero practican otros. O de quienes, por ejemplo, están empeñados en imponer políticas de sacrificios a los más débiles, mientras ellos disfrutan de los privilegios del sistema, y las justifican porque van a ser buenas para todos. Le sigue otra enfermedad muy practicada en nuestros colectivos e instituciones: la afición a criticar y cotillear. Cuánto tiempo, energías y esfuerzos dedicamos a poner a parir al otro, sobre todo para esconder nuestra incapacidad de asumir responsabilidades y de coger el toro por los cuernos de las decisiones que tenemos que tomar.
Por no hablar de la décima enfermedad, que es la de divinizar a los jefes, un peloteo vital que los mediocres utilizan para garantizar su ascenso social, pensando sólo en lo que se puede obtener y no en lo que se debe ofrecer. Y la enfermedad once es la indiferencia a los demás, que está unida a los celos, cuando sólo se piensa en uno mismo. Dolencia grave que marca la actitud en la que nos desenvolvemos a diario.
Una de las últimas enfermedades es de las más habituales que podemos encontrar en quienes dirigen nuestras organizaciones. Se trata de la cara fúnebre que hallamos como actitud vital de quienes tendrían que liderar los equipos, colectivos e instituciones desde la amabilidad, la serenidad y el entusiasmo. Y sobre todo, con humor y alegría. Cómo cambiaría el clima de trabajo con personas alegres y divertidas al frente de los departamentos de nuestras empresas y colectivos.
La acumulación de bienes materiales, esto es, ganar dinero al precio que sea, y el aprovechamiento mundano, de los exhibicionistas, los que trasforman su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener ganancias mundanas o más poder, cierran este particular elenco de patologías sociales a las que aún se pueden sumar algunas más. Lo interesante es conocerlas para poder combatirlas. Y en eso, Bergoglio nos ha permitido ponerlas sobre la mesa sin temor. Como un coach podría hacerlo en un proceso de cambio.