Semana genial para quien trata de disputarse el escenario de la izquierda de este país. Geniales son los episodios vividos en Podemos, con ese despiste de que en el canal de Telegram apareciera un plan perfecto para descabalgar a Pablo de la montura del caballo de Vistalegre II, o en el PSOE, con la oferta (o no) a Carmena para que siga en la Plaza de Cibeles, pero con el cobijo de las siglas del partido del Pablo Iglesias que se la jugó de verdad en momentos difíciles. Ni el mejor estratega al servicio del presidente Mariano es capaz de bordarlo de la manera que la izquierda lo hace para destapar sus cuitas internas. Desconsuelo es el que vuelve a anidar en miles de personas que precisan de referentes claros a la hora de sentirse identificadas con un proyecto y unos liderazgos diferentes a los dominantes.Vuelven, por tanto, a plantearse las preguntas que desde la Primera Internacional tiene la izquierda: ¿por qué somos así como somos? ¿Qué demonios pasa en la constitución interna, en ese ADN de la gente que afirma sentirse de izquierdas para que siempre acabe matándose entre ella, mientras que el enemigo, adversario, oponente… vamos, el de en frente, vea desfilar esos cadáveres a lo largo de la historia de los últimos dos siglos?
La respuesta clásica es que a la izquierda le unen las convicciones y la crítica como bien supremo (de ahí que nunca se llegue a un estado de consenso o paz porque todo es sujeto de crítica) frente a la derecha, a la que le unirían los intereses egoístas, y en eso es más difícil encontrar escollos y desavenencias porque de lo que se trataría es de alcanzar los mayores beneficios. Y para ello habría un acuerdo tácito de hacerse menos daño del estrictamente necesario. En resumen, la crítica permanente frente al mantenimiento del orden social.
A mí me sorprendió en su momento conocer en psicología la teoría de la disonancia cognoscitiva, como esa tensión o desarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones (cogniciones) que percibe una persona que tiene al mismo tiempo dos pensamientos que están en conflicto, o por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias. Es decir, a la percepción de incompatibilidad de dos cogniciones simultáneas, todo lo cual puede impactar sobre sus actitudes. Y algo de ello puede haber, creo yo, en medio de esas trifulcas que nunca desaparecen en el espectro de la izquierda, porque la pulsión entre lo individual y lo colectivo está ahí. Si se le suman, además, los egos de quienes lideran las organizaciones y la búsqueda de apoyos para alcanzar el poder (bien sea orgánico o ejecutivo de los gobiernos) el cóctel está servido.
A la izquierda le unirían las convicciones y la crítica como bien supremo frente a la derecha, a la que le unirían los intereses egoístas
A eso podemos sumar a Max Weber, que habló de la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. Mientras que la primera tiende a aplicar los principios morales de modo absoluto, la segunda tiene en cuenta los resultados de la acción y es capaz de adaptar los principios a los fines que se persiguen. Coincido con los críticos de Weber, como Augusto Klappenbach, por atribuir la ética de las convicciones al ámbito privado, reservando la otra a la acción política. Este filósofo de origen argentino indicaba hace unos años que “toda decisión moral incluye tanto los principios como los resultados de la acción, a riesgo de convertirse respectivamente en fanatismo o en oportunismo, tanto en la política como en la vida privada. Pero es verdad que en los dos ámbitos existen tendencias que ponen el acento en uno u otro aspecto. Y la izquierda ha insistido históricamente en los principios ideológicos de su concepción del mundo, muchas veces a costa de obtener resultados intolerables que terminan contradiciendo los mismos principios que postulaba. Una actitud coherente con el predominio de la ética de las convicciones: los principios se pueden permitir el privilegio de ser absolutos y de ejercer una crítica implacable a las contingencias cotidianas, mientras que esas consecuencias están llenas de matices y decisiones complejas. Nada es más dócil que las ideas”.
En definitiva, esa desarmonía interna es la que al fin y a la postre vence a la hora de poder construir espacios de encuentro para unir a quienes apuestan por cambiar la injusta distribución de la riqueza, o luchan contra desigualdad en la defensa de unos valores (de una ética, en definitiva) que desaloje de verdad la aporofobia de la faz de la tierra. Quizá el bien máximo a conseguir está por encima del actual nivel de entendimiento y capacidad de las personas que lideran las organizaciones que aspiran a ese cambio. O que quizá el camino está equivocado desde el inicio y el cambio pase previamente por un plano personal sin abandonar el otro del todo) y sobre el que haya que trabajar un poco antes. O no. O sí.
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