Acúsenme de ingenuo, de inocente o de cándido. Pregúntenme de dónde he salido. Hasta incluso, les permito que duden acerca de mi sorpresa ante algunos comportamientos de personas adultas como ustedes o como yo. Bueno, adultas en la dimensión temporal de la edad, porque de madurez personal mejor no hablamos.

En mi lugar habitual de trabajo me toca conocer en primera persona a gente que, a la hora de realizar un curso de formación o acudir a unas clases, le pide a un compañero que le firme en su nombre para justificar su inasistencia. También a quienes fichan en nombre de otros a la hora de comenzar o finalizar la jornada laboral. Sí, sí, no se sorprenda. Seguro que usted sabe de algún caso o le ha pedido a alguien que le firme. Incluso no salí de mi sorpresa, como docente ocasional en un máster universitario, al comprobar que unos alumnos firmaban por los que no estaban. Cuando pregunté por ello la respuesta ya me dejó de piedra: es que se hacía a menudo, unos por otros, porque había compañerismo. Vamos, hoy por mí y mañana por ti.

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Salgamos a la calle y comprobemos algunos comportamientos: aparcar el coche en la zona destinada a personas con movilidad reducida o de carga y descarga, bloquear una acera o una esquina, no respetar los pasos de cebra o pelear hasta la muerte por el hueco de una plaza de aparcamiento. Todo ello, lógicamente, sin tener en cuenta que cualquiera de esas conductas tiene consecuencias negativas para otros. No hablemos ya de pedir favores para saltar una lista de espera, colarnos en la fila de un comercio o defraudar al fisco, aunque sea con la excusa de hacerle el favor a un autónomo.

Todas esas actuaciones nos definen. Aunque prefiramos mirar hacia otro lado, en los pequeños gestos cotidianos quedamos reflejados como ciudadanos y ciudadanas. Especialmente cuando nuestras acciones tienen consecuencias desfavorables y negativas para otros. Porque siempre hay alguien que ‘paga’ de alguna manera nuestras supuestas ventajas. Si además caemos en la tentación de querer autoconvencernos con ideas como las de que ‘esto lo hace todo el mundo’, ‘si no lo hago yo lo hará otro’ o ‘tengo derecho a saltarme la norma, porque es muy poca cosa en relación con lo que se llevan algunos’, pues ya está todo justificado.

En los pequeños gestos cotidianos quedamos reflejados como ciudadanos

Que los másteres de Cifuentes, Casado y Montón están ahí, ya lo sabemos. Sobre todo, sus explicaciones y su aparente falta de autonomía para discernir que estaban siendo beneficiados por su cara bonita, esto es, por ser quiénes eran y dónde estaban. En la política. Mal, muy mal. Y peor ejemplo para poder recuperar un día la confianza en la gestión de los asuntos públicos, una gestión en la que, por cierto, miles de hombres y mujeres tratan de hacerlo bien cada día. Pero caer en el cinismo de condenar porque su caso haya entrado en el mercado mediático de la agenda, eso me cuesta entenderlo. Como que alguien lo justifique porque el afectado es de los míos. Hace siglos alguien dijo ante la lapidación de una mujer adúltera que “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.

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En fin, querido lector, que ya está bien de cinismo y de falsos golpes de pecho. Mentir con descaro y defender o practicar de forma descarada, impúdica y deshonesta algo que merece general desaprobación… está a la vuelta de la esquina. Hasta que queramos.  

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