ILUSTRACIÓN | NANA PEZ

Quizá sea porque en unos días cumplo años y llego al final de una década. O porque me veo sentado en el sofá mientras pasa la vida. Quién sabe porque en el gimnasio me consuele ver a una octogenaria estirando en la barra. O tal vez porque ya en mi trabajo no sea el más joven y buena parte de las conversaciones tengan que ver con el período que resta de vida laboral. Acaso porque en la lista de Lo que no te puedes perder de Spotify no conozca a la mitad de las artistas o nunca me hayan atraído los videojuegos y me quedase en las máquinas de bolas. O la suma de todos estos elementos. El caso es que el tiempo cobra un nuevo sentido en la medida en que trato de vivir el presente sin permanecer anclado en el pasado ni estar en alerta ante el futuro.

Probablemente esa perspectiva explique de alguna manera el hecho de que tras las próximas elecciones podamos volver al pasado, sin pena ni gloria, y sin más razón aparente que la visceralidad de algo tan líquido o evanescente como un concepto asociado a un apellido. En realidad, no sé si puede servir de algo trazar una línea temporal entre la oscuridad y la luz para entender qué ha podido pasar entre un instante y otro. De lo que apenas cabe duda es que el género humano tropieza mil y una veces en la misma piedra, canto, china o guijarro. Y aquí paz y después gloria. No se trataría de un regreso sin más a una época remota sino a unas fórmulas de abordar la economía y los desafíos medioambientales ya conocidas. Aquellas que tienen que ver con dirigir el foco hacia el sálvese quien pueda. Y ya lo saben, en ese camino hay muchos que se quedan en los márgenes mientras que otros tratan de sobrevivir pagando un alto precio.

Repetir lo aprendido

Cuando nos empeñamos en mirar hacia atrás tenemos la oportunidad de hallar explicación a hechos que, hasta ahora, se habían sumado a la maleta que arrastramos sin apenas enterarnos. Aparece la tentación de repetir lo aprendido porque esa falsa seguridad nos permite creer que estamos en el camino correcto. No obstante, al final volvemos a caer en aquellos errores que, de manera cíclica, nos han impedido avanzar con un paso firme. Giramos sobre el mismo eje en el que se han sustentado, hasta entonces, nuestras convicciones. Y ello sin percibir que estamos otra vez en el mismo punto de partida. Nos conformamos en el autoengaño de haber caído en la cuenta de lo que hasta entonces no tenía razón de ser. Maldito error.

Creemos que son cosas de la edad, pero no es así. Lo fácil es achacar al valor del tiempo las razones de una parálisis en el campo de las convicciones, de los proyectos, de las utopías. Descalificamos a quien no coincide con esta visión del momento presente, del mundo, de sus conflictos y de todo lo que no sea conocido y encorsetado en lo aparentemente idóneo. El resto parece cosas de ilusos, con acusaciones hacia estos jóvenes del tipo de que no saben lo que vale un peine o de que lo han tenido todo muy fácil. Pero, sinceramente, si eso es así, ¿no habrá una gran parte de responsabilidad de todo ello que recaiga en quienes se atreven a lanzar imputaciones a diestro y siniestro?

Mantener el statu quo

No nos engañemos, ni queramos atribuir a cuestiones del calendario las diferencias vitales existentes entre quienes viven a gusto frente al riesgo de cambiar aquello que mantiene el statu quo de este mundo que parece ir al desastre. Hay jóvenes viejunos que parece que nacieron ya cansados, mientras que hay personas mayores que mantienen la frescura del primer día. De estas es el presente y el futuro. De los que no se resignan a enrocarse en lo conocido, en la falsa seguridad que ofrecen las posiciones autárquicas, temerosas de las nuevas identidades, de culturas diferentes, de las nuevas maneras de vivir con lo puesto, de la austeridad, de las nuevas formas familiares y, sobre todo, de quienes se deciden a ser pastores con olor a oveja. En definitiva, de poder responder a la pregunta que titula esta columna con aquello de que lo nuevo, viejo, está por llegar. Casi nada… y casi todo.